sábado, 21 de febrero de 2015

“Anatomía del miedo”, 2006. J. A. Marina

  Jose Antonio Marina es filósofo y no psicólogo, y sin embargo, él, como todos los filósofos actuales, no tiene más remedio que tomar la psicología como referente a la hora de obtener conclusiones útiles acerca de la naturaleza humana. Especialmente si centra su estudio en el tema del “miedo”

Toda mi labor investigadora ha tenido como meta elaborar una teoría de la inteligencia que comenzara en la neurología y terminara en la ética. La dialéctica del miedo y del valor es un tema adecuado —más aún, paradigmático— para someter a contrastación y prueba cuanto he dicho en otros libros.

  Primero, una definición simple y útil

Miedo es el sentimiento desencadenado por la aparición del peligro

El miedo es la ansiedad provocada por la anticipación de un peligro.  (…) Miedo sin peligro vamos a llamarle angustia (…) [que supone] una ansiedad sin desencadenante claro, acompañada de preocupaciones recurrentes

Nuestros espantos comparten un esquema común: (…) un desencadenante, interpretado como amenaza o peligro, provoca un sentimiento desagradable, de alerta, inquietud y tensión, que suscita deseos de evitación o huida. Los miedos animales comparten esta estructura narrativa, pero el humano añade la variedad y complicación de los desencadenantes. 

  Naturalmente, el miedo es necesario para enfrentarnos a los peligros y sobrevivir a ellos, y solo se convierte en problema cuando se lo juzga como excesivo.

Según Aristóteles, no se puede llamar valiente a quien no siente miedo. El impávido, el que no percibe el peligro, dice, es un loco o un insensible (…) Lo peculiar de la valentía es sobreponerse a una dificultad

Parece confirmarse la existencia de una predisposición genética hacia la afectividad negativa, que hace al sujeto más vulnerable a los estímulos negativos. 

  Para enfrentarse al miedo excesivo, tanto la ciencia como la sabiduría popular proponen algunas salidas

Conocer el mecanismo de los miedos puede ayudar, si no a hacerlos desaparecer, al menos a tenerlos más fácilmente bajo control. (…) No podemos eliminar las pasiones, pues nos convertiríamos en piedras. Debemos comprenderlas, penetrar en ellas, hacer que pasen de ser pasiones a ser afectos. Si entendemos las causas adecuadamente (…) podremos disminuir la tiranía de sus efectos, aunque no podamos ciertamente anularlos

Siempre tenemos que poner en marcha alguna estrategia contra el miedo. Pero hay, al menos, dos tipos: las que van dirigidas a enfrentarse con el problema y las que van dirigidas a enfrentarse con la emoción provocada por el problema.

  Más allá del miedo a enfrentarse a una circunstancia, aparece la cuestión de la angustia y las fobias: actitudes duraderas de miedo que nos inmovilizan. Aquí es donde más importante ha de ser el poner en marcha las estrategias psicológicas.

El organismo está preparado para actuar, pero no actúa, porque el sujeto se enroca en la angustia, en la inacción, en la rumia, en los planes sin conclusión, y lo más que hace es realizar los comportamientos que alivian esa ansiedad.

Las investigaciones más fiables indican que el tratamiento de elección en el caso de fobias sociales es la terapia de exposición y de reestructuración cognitiva.

  Planteado así el asunto, la superación del miedo (la valentía), quizá por haber tenido un protagonismo muy importante durante las constantes guerras de la Antigüedad (la victoria en las guerras suponía la mayor fuente de prestigio y poder social),  ha acabado convirtiéndose, siguiendo una tradición filosófica y religiosa, en el equivalente a la virtud y el conocimiento

Sócrates añade un nuevo ejemplo de valentía muy poco belicosa: resistir y persistir en la búsqueda de la verdad. Esto supone una gran novedad, que va a ser aceptada por la tradición. El valor es más amplio que la guerra.

La valentía es la virtud creadora, la que proporciona la energía y la habilidad para realizar lo valioso.

  Equiparar el valor “en la búsqueda de la verdad” al valor guerrero es poco más que una metáfora. Al fin y al cabo, Sócrates vive en una sociedad heroica en la cual la guerra supone la exaltación de las virtudes masculinas, de modo que si quiere resaltar la importancia de la búsqueda de la verdad ha de equipararla a la virtud masculina más estimada: el valor en la guerra. Resulta curioso que la sociedad moderna siga utilizando comparaciones parecidas.

El miedo nos impulsa a seguir sus dictados, a abandonarnos a su lógica. La valentía nos hace someter ese sentimiento a un juicio de la inteligencia. Y si algún valor fundamental está en riesgo, decide actuar a pesar del miedo. La valentía es, por lo tanto, un acto ético, no un mero mecanismo psicológico.

  Ni la inteligencia ni la ética son muy útiles en las disputas violentas (en la segunda guerra mundial, la necia filosofía nazi resultó militarmente eficiente y los generales soviéticos tampoco destacaban precisamente por su cultura e inteligencia). La valentía debemos verla como un mero mecanismo psicológico, no como un acto ético. En lo que se refiere a los juicios éticos y al ejercicio de la inteligencia sería más correcto hablar de determinación y coherencia a la hora de afrontar las dificultades para su desenvolvimiento.

La inteligencia puede proponer buenas razones, alternativas deseables, proyectos perspicaces. Pero la razón puede achantarse.

  Puesto que la inteligencia y la razón pueden ser intimidadas por un entorno hostil es preciso un recurso psicológico opuesto que responda a la intimidación. Sin embargo, en el mundo secreto del pensamiento no es imposible que este tipo de “valentía” sea incompatible con lo que Marina llama “valentía estructural”

La temeridad —uno de los extremos viciosos de la valentía, según Aristóteles— es más apreciada que la cobardía: porque el temerario posee al menos esa valentía estructural.

   De hecho, la “valentía estructural” del temerario la encontramos con frecuencia en el comportamiento antisocial por excelencia.

Los psiquiatras saben que las personalidades psicopáticas rara vez sienten temor.

   ¿Y si la cobardía estuviera asociada, por el contrario, al comportamiento prosocial?

Los ifaluk, un pueblo que vive en un atolón sometido a las descomunales fuerzas de la naturaleza, según nos contó Catherine Lutz no sienten reparo en confesar su miedo, porque la cobardía les parece moralmente buena. Una persona que declara su miedo —sea rus (pánico, sorpresa) o metagu (miedo, ansiedad)— está diciendo a sus vecinos: «Soy inofensivo, soy una buena persona».

  Marina no profundiza en esa posibilidad, aunque, aparte de la anécdota de un pueblo primitivo que alardea de la cobardía por considerarla moralmente buena, sí resalta que

una parte importante de las características atribuidas a las personas tímidas —dulzura, pudor, recato, pasividad— han sido durante siglos atributos de la perfección femenina.

  Si consideramos que estadísticamente las mujeres muestran un comportamiento menos violento y antisocial, bien podría ser que, en general, una mayor propensión al miedo –timidez o cobardía- sea sintomática de lo opuesto, del comportamiento prosocial.

  Claro que aquí surge otro prejuicio por el estilo del de llamar “valentía” al comportamiento ético: que las personas “tímidas” no son “cobardes”.

Según Brian G. Gilmartin, un 88% de hombres tímidos, frente a ningún hombre no tímido, recordaba que en el curso de su infancia y adolescencia había sido objeto de actos de amedrentamiento por parte de sus compañeros. 

  Sin embargo, aquí se equipara “timidez” a experiencias de “amedrentamiento”… ¿En qué quedamos? ¿Es que vivimos aún bajo los mismos prejuicios “heroicos” propios de la Atenas de Sócrates?

  De hecho, el hombre valeroso, el héroe homérico, lucha solo y se sacrifica por su propia gloria. El avance social requiere, en cambio, que los individuos se agrupen y cooperen. Por lo tanto, no son los valientes, sino los temerosos, los que están interesados en establecer estructuras más complejas de cooperación.

La figura atormentada de Cristo dista mucho de la tranquila, impávida, teatralmente insensible de Sócrates. Antes de su muerte, Sócrates charla de filosofía con sus amigos; en cambio, la víspera de su crucifixión, Cristo suda sangre, de pura angustia. Tiene miedo y suplica a Dios que le libre del suplicio. El valor cristiano no tiene el aspecto imponente, frío, estéticamente irreprochable, del valor clásico. Es una valentía medrosa, sufriente, con temor y temblor, humilde, humana

Las actas de los mártires cuentan la historia de pobres gentes asustadas que se enfrentan al martirio con un valor que no comprenden y que han recibido como un terrible regalo. Lo que para el griego clásico era morir en batalla —la culminación del valor—, va a ser para el cristiano el martirio. 

  El sacrificio del mártir apenas si es valentía, sino más bien pasiva resignación ante lo inevitable una vez ha tomado una resolución de tipo moral. Y, por cierto, la actitud del mártir no era desconocida para los griegos clásicos: mártires fueron Alcestis, Antígona e Ifigenia… pero no se trataba del valor del hombre, sino del de la mujer…

Los sujetos hipersensibles van a percibir las estimulaciones excesivas de su entorno como agresiones dolorosas. Esa vulnerabilidad se aplica también a la sensación de miedo. Si esos sujetos se perciben como temerosos y miedosos no es por falta de valor, sino por un exceso de tumulto emocional frente al peligro.

   Si en el caso de aquellos que se muestran como temerosos y miedosos esto no denota falta de valor, ¿cuándo sí sería “falta de valor”?

  En conjunto, debemos considerar que Marina, mostrándose hasta cierto punto fiel a las antiguas tradiciones, confunde “valor” con “virtud”, y esto hoy no nos ayuda.

Hemos asistido a un giro copernicano. En el principio, bueno es lo que hacía el valiente. Ahora, es valiente quien hace lo bueno.

Valiente es aquel a quien la dificultad o el esfuerzo no le impiden emprender algo justo o valioso, ni le hacen abandonar el propósito a mitad del camino. Actúa, pues, «a pesar de» la dificultad, y guiando su acción por la justicia, que es el último criterio de la valentía.

Solo hay valentía para el bien. ¿Pero de dónde viene esta idea tan extraña? El agudo Voltaire tal vez tenía razón cuando escribió: «El coraje no es una virtud, sino una cualidad común al loco furioso y a los grandes hombres». 

  El malvado también puede ser valiente, y los psicópatas (ya lo hemos visto), los más malvados, son los más valientes de todos, en tanto que corren muchos riesgos a la hora de intentar alcanzar sus metas egoístas.

  Si lo que nos interesa es una sociedad más cooperativa quizá deberíamos olvidar el vocabulario de las viejas tradiciones heroicas.

La moral, en su comienzo, fue el modo de vivir de los nobles. Y la valentía era una de sus cualidades distintivas (…) La valentía es la cualidad del soldado

  Al famoso mariscal Rommel, el cual no era precisamente un intelectual, sino más bien un funcionario militar imbuido de un profundo sentido común burgués, se le atribuye esta frase: “no deberíamos juzgar a todo hombre por su valor como soldado, de hacerlo así no habría civilización posible”.

  Ahora bien, si nos concentramos en la búsqueda de la virtud, en el perfeccionamiento del individuo a la hora de contribuir a crear una sociedad más cooperativa, encontramos igualmente que es preciso enfrentar dificultades. Lo que necesitamos es una definición más exacta de las reacciones emocionales ante la dificultad.

Psicológicamente hablando, la virtud es un hábito operativo. Hábito es una capacidad adquirida por repetición, que facilita el ejercicio de una actividad (…) La virtud es el hábito que permite la realización del modelo de vida buena

  Podemos considerar que hay situaciones en las que el miedo debe ser vencido y otras en las que no. Así se decía en otros tiempos que los hombres buenos eran “temerosos de Dios”, de la misma forma, hoy debemos ser temerosos de exponernos a peligros insensatos y hemos de tener en cuenta la necesidad de controlar nuestros instintos antisociales.

  Los casos en los cuales el miedo debe ser vencido serían aquellos en que racionalmente podemos comprender que obstaculizan alcanzar la virtud.

  Para empezar, debemos vencer el miedo a lo irracional

Se han documentado muertes de indios brasileños producidas por el terror después de haber sido sentenciados y condenados por el hechicero.

Para [Spinoza] la valentía era el deseo del hombre para perseverar en su ser, de acuerdo con los dictados de su propio ser, proporcionados por la razón.

  Pero también debemos vencer el miedo que es consecuencia de la manipulación

El llamado síndrome de Estocolmo, en el que la víctima llega a valorar positivamente al criminal porque la raptó pero no la mató. (…) Los crímenes que desencadenaron la situación van olvidándose, porque la gran preocupación es mantener el sentimiento de alivio. Un proceso parecido funciona en las sectas.

  Sobre el famoso síndrome de Estocolmo es interesante tener en cuenta que hay quienes consideran que denunciarlo como trastorno encubre el deseo de ciertas autoridades de que no se sepa que las personas son "libremente" convencidas por los manipuladores. Así, un manipulador puede a su vez denunciar a sus oponentes por refugiarse en etiquetas como el tal “síndrome de Estocolmo”, o “demagogia” o “intimidación”.

   Sin embargo, mientras más etiquetas tengamos, más conceptos podremos utilizar en el razonamiento y mientras más nos acostumbremos a ellas y a sus significados más facilidad tendremos para elaborarlas y corregirlas.

  Quizá la mayor verdad de este libro es que

las redes de apoyo afectivo son la mejor solución a muchos de nuestros problemas, incluido el miedo, pero tienen un defecto: no dependen sólo de nosotros. 

   Algunos dirán que carecer de apoyo afectivo depende solo de uno. En realidad, hay formas en que uno puede ayudar a construir una red de apoyo afectivo para sí mismo y para los demás. En esa, como en cualquier otra vicisitud humana, deberemos enfrentarnos a dificultades y a miedos superables. Ni siquiera aun contando con una buena red de apoyo afectivo eso nos libra de la responsabilidad de poner en marcha estrategias contra el miedo y contra la coerción.

  Además, aunque el miedo y muchas de las deficiencias en el comportamiento pueden estar originados en el temperamento innato, en otros casos pueden tener causas ambientales.

La manera como se habla en una familia de los problemas, de los conflictos y del miedo influye en el carácter temeroso o arriesgado del niño. Hay una correlación entre la frecuencia con que los padres expresan sus miedos y el nivel de miedo de los hijos. (…) La vulnerabilidad y el temor sólo aparecen cuando los padres pintan el mundo como peligroso y exageran los esfuerzos de protección del niño. 

  Pero aun cuando el carácter ya está formado, las estrategias psicológicas pueden ayudar mucho a superar el miedo excesivo.

Cada vez parece imponerse la mayor utilidad de los procedimientos basados en la exposición gradual a los desencadenantes, es decir, a las sensaciones corporales que producen el ataque, y a cambiar la manera de interpretarlos.

  Marina,  filósofo atento a la psicología, señala el error de las actitudes de evitación, caracterizadas por casos como en el que

lo importante no es resolver los problemas, sino amortiguar el miedo que los problemas provocan.

  Una situación no muy diferente a la que provoca la angustia

Una de las características de los pensamientos angustiosos es que no llevan a ninguna parte. Se mueven en círculo. 

Algunas creencias disfuncionales que actúan en los miedos sociales son fáciles de detectar. Son pensamientos de «todo o nada», de «blanco y negro», que generalizan de una manera irracional. «Si no me aprecia todo el mundo no podré ser feliz».

  Estos casos son quizá mucho más importantes que los del afrontamiento del peligro, pues de lo que se trata aquí es de lo que generalmente se llama “pusilanimidad”, actitudes, que pueden o no derivar del entorno (particularmente de la educación en la infancia), pero que suponen falta de resolución y de coherencia entre el pensamiento razonado y los actos. Ésta  es precisamente la situación que influye también intelectualmente, pues bloquea el razonamiento y no solo el comportamiento social.

  En términos generales, quizá los valientes sean hoy menos útiles de lo que lo fueron en los tiempos heroicos y lo que sí es mucho más útil es encontrar formas de asumir el miedo, de comprenderlo y de superarlo, de mantener una actitud de resolución, coherencia y claridad mental que resista a quienes usan viejos trucos de intimidación y amedrentamiento (trucos que vienen de nuestro pasado animal más remoto, pues los practican, en diversas formas, muchos seres vivos irracionales). Sentir miedo es inevitable, pero el miedo no debe impedirnos pensar y juzgar, ejerciendo las cualidades mentales que son más propias del ser humano.

   Si más allá de eso, superar el miedo es importante para mejorar intelectual y éticamente, eso resulta difícil de calcular. En cualquier caso, vivir sin miedo es vivir con menos sufrimiento, y cualquier proyecto humanista debe por tanto ofrecer algún camino en ese sentido.

viernes, 13 de febrero de 2015

“La hipótesis de la felicidad”, 2006. Jonathan Haidt

  La felicidad es algo que se define muy vagamente. En general, viene a significar el cese de las quejas y lamentaciones, y por tanto, la solución al problema humano en la medida en que se manifiesta en un individuo dado y en un momento dado. El psicólogo social Jonathan Haidt nos informa de que

ayudar a la gente a encontrar la felicidad y el significado es precisamente la meta del nuevo campo de la psicología positiva

  Es decir, se trata de la misma tarea de los antiguos filósofos y maestros de la sabiduría, y está bien que así sea porque

los antiguos pueden haber sabido poco de biología, química y física, pero muchos de ellos eran buenos psicólogos

  ¿Qué novedades nos aportan las opiniones de Haidt, basadas en las numerosas experiencias extraídas de leer mucho, hablar mucho y obtener sorprendentes resultados en los laboratorios de la ciencia del comportamiento?

La versión final de la hipótesis de la felicidad es que la felicidad viene de entre varias cosas. La felicidad no es algo que puedes encontrar, adquirir o conseguir directamente. Tienes que conseguir las condiciones correctas y entonces esperar (…) Vale la pena esforzarse en lograr las condiciones correctas entre uno mismo y los demás, entre uno mismo y su trabajo, y entre uno mismo y algo más grande que uno mismo. Si consigues mantener estas relaciones correctamente emergerá un sentido de finalidad y significado.

  También da datos más concretos.

La felicidad es uno de los aspectos de la personalidad más heredables. Los estudios de gemelos [comportamientos y experiencias de personas con la misma dotación genética criados en ambientes distintos] muestran generalmente que del 50 al 80 % de la variabilidad entre la gente en sus porcentajes de niveles de felicidad pueden ser explicados por diferencias en sus genes más que por las circunstancias en la vida.

Los optimistas son, en su mayor parte, gente que ha ganado la lotería cortical [en la estructura de sus cerebros]. Tienen un alto nivel de felicidad.

Un buen matrimonio es uno de los factores de la vida más fuertemente y consistentemente asociados con la felicidad. Parte de este aparente beneficio llega de la correlación reversible: la felicidad causa el matrimonio: la gente feliz se casa antes y permanece más tiempo casada que la gente con una situación de menor felicidad porque ambos son más atractivos en el flirteo y porque es más fácil vivir con ellos como esposos.

  Las intuiciones emotivas (de donde se alimenta nuestra percepción de la felicidad) son la clave del comportamiento humano, según Haidt.

[Hay] seis emociones “básicas” conocidas por componer expresiones faciales distintivas: alegría, tristeza, miedo, furia, asco y sorpresa.

   Para explicarnos la relación entre tales intuiciones emotivas y nuestra naturaleza racional recurre a una conocida metáfora acerca de un jinete, que representa la racionalidad, intentando guiar a un elefante, que es el conjunto de intuiciones emocionales. Los procesos cognitivos racionales están bajo nuestro control (el jinete), pero los procesos emocionales (el impacto que en nuestra conciencia hacen las sensaciones de alegría, tristeza, miedo, furia, asco y sorpresa), en tanto que son intuitivos, funcionan automática y casi incontrolablemente (el elefante).

El sistema automático fue modelado mediante selección natural para desencadenar respuestas fiables y rápidas (…) El sistema controlado, en contraste, es visto mejor como un consejero. Es un jinete situada en la espalda del elefante para ayudar al elefante a hacer mejores elecciones

  En la vida social, dejarnos llevar por las intuiciones puede hacernos desgraciados, ya que éstas, a su vez, están en función de actitudes sociales heredadas genéticamente de nuestros antepasados cazadores-recolectores cuyas metas en la vida tenían más que ver con la supervivencia y la reproducción de la especie en un medio muy diferente al nuestro que con una idea de felicidad propia de la cultura actual.

El elefante se cuida más del prestigio que de la felicidad, y mira eternamente a los otros para calcular qué es el prestigio. El elefante perseguirá sus metas evolutivas incluso cuando la mayor felicidad pueda ser hallada en otra parte.

  En ocasiones, podremos hallar la felicidad cuando razón y emoción se encuentren. Pero hemos de desconfiar de tales excepciones.

Las epifanías pueden cambiar la vida, pero la mayor parte de ellas se disuelven en días o semanas. El jinete no puede simplemente cambiar y entonces mandar al elefante que siga con el programa. El cambio duradero puede llegar solo volviendo a entrenar al elefante, y esto es difícil de hacer. Cuando la psicología de autoayuda tiene éxito en ayudar a la gente, esto no se debe al momento inicial de revelación sino porque encuentran maneras de cambiar el comportamiento de la gente durante los meses siguientes. Mantienen a la gente implicada con el programa el tiempo suficiente para reentrenar al elefante.

  Este control de las emociones es lo que siempre han buscado los antiguos maestros de la sabiduría. Haidt marca tres posibles métodos actuales para alcanzar la felicidad -la armonía entre razón y emoción- y una de ellas es la meditación, una técnica para relajar la mente descubierta en la Antigüedad que a algunas personas parece dar grandes resultados.

Como dijo Buda: “cuando un hombre conoce la soledad del silencio y siente la alegría de la quietud, está entonces libre del temor y del pecado”

   Pero no todas las personas dominan estas técnicas y tampoco parece que todos los que las dominan vivan tan satisfactoriamente. El segundo de los métodos que señala Haidt es nada menos que el “Prozac” u otros productos farmacológicos de efectos estimulantes parecidos. Tampoco dan resultado a todo el mundo y, además, suelen tener efectos secundarios poco recomendables.

  De modo que nos queda el tercero, el más importante de todos para un psicólogo:

Una gran parte de la terapia cognitiva consiste en entrenar a los clientes en atrapar sus pensamientos, escribirlos, nombrar las distorsiones y entonces hallar formas alternativas y más precisas de pensamiento. (…) El cliente aprende a usar un conjunto de herramientas: éstas incluyen desafiar los pensamientos automáticos y comprometerse en tareas simples, tales como salir a comprar el periódico en lugar de quedarse en la cama todo el día rumiando. Estas tareas son asignadas como deberes a hacer cada día. (…) Con cada reencuadre y con cada simple tarea cumplida, el cliente recibe una pequeña recompensa, un pequeño impacto de alivio o placer. Y cada instante de placer es como un cacahuete dado al elefante para reforzar el nuevo comportamiento (…) Muchos terapeutas combinan la terapia cognitiva con técnicas prestadas directamente del conductismo para crear lo que ahora se llama “terapia cognitivo-conductual”

    (La referencia a "quedarse todo el día rumiando"  tiene que ver con un habitual síntoma de infelicidad: los pensamientos negativos y obsesivos de los que el individuo no puede desprenderse, a los que da vueltas y vueltas constantemente y que limitan su acción y bloquean sus gratificaciones; es como el gusto por lamentarse y no hacer nada)

   Ya hemos visto que, de acuerdo con lo que sabemos de la naturaleza humana, el individuo cuenta con una predisposición para ser feliz y por tanto, también cuenta con una predisposición para el control de los instintos que puede ser mayor o menor. Dentro del control de los instintos destaca el fenómeno de "posponer la gratificación", como es el caso de los niños que se abstienen de comer golosinas a la espera de darse una opípara merienda mucho más gratificante un ratito después.

Los niños que eran capaces de superar el control del estímulo y posponer la gratificación durante unos pocos minutos extra eran mejores para resistir la tentación como adolescentes, concentrarse en sus estudios y controlarse a sí mismos cuando las cosas no iban como ellos querían. ¿Cuál era su secreto? Gran parte de ello era estrategia –las maneras en que los niños usaban su limitado control mental para derivar su atención (…) Los niños que tenían éxito eran aquellos que miraban más allá de la tentación o eran capaces de pensar en otras actividades agradables. Estas habilidades mentales son un aspecto de la inteligencia emocional –una habilidad para comprender y regular los propios sentimientos y deseos. Una persona emocionalmente inteligente tiene un jinete habilidoso que sabe cómo distraer y manejar al elefante sin tener que comprometerse en un conflicto directo de voluntades.

  Detengámonos aquí en el hecho de que tanto la predisposición genética como la predisposición por origen traumático chocan con el ideal actual de libertad y autonomía a la hora de regir nuestras propias conductas. El psicoanálisis es célebre por haber propagado la idea de que

cualquier cosa que te afecte está causada por sucesos de tu infancia (…) Sin embargo, Aaron Beck encontró poca evidencia de esto en la literatura científica o en la propia práctica clínica que funcionaba de acuerdo con este punto de vista

   Contando con el conocimiento de nuestra propia predisposición para la felicidad, y con el conocimiento de nuestra propia predisposición para buscar la felicidad mediante el autocontrol de los instintos (todo lo cual forma parte de nuestro “estilo cognitivo”), llegamos después a experimentar que la principal fuente de felicidad procede de la interactuación social.

El primer paso a dar es hacer lo que puedas, antes de que golpee la adversidad, para cambiar tu estilo cognitivo. Si eres un pesimista, considera la meditación, la terapia cognitiva o incluso el Prozac. Las tres cosas pueden hacer que estés menos sujeto a la rumiación negativa, más capaz de guiar tus pensamientos en una dirección positiva, y en consecuencia más capaz de resistir la adversidad futura, encontrar significado en ello y crecer a partir de ello. El segundo paso es cuidar y construir tu red de apoyo social.

La felicidad no llega desde dentro, como Buda y Epicteto suponían, o siquiera de una combinación de factores externos e internos. La correcta versión de la hipótesis de la felicidad (…) es que la felicidad viene de entre las dos cosas.

  Como psicólogo social y experimentador, Haidt también hace observaciones desapasionadas acerca de quiénes obtienen las más altas cuotas de felicidad. Ya hemos visto que hay personas predispuestas a la felicidad por su temperamento. Pero también vemos que

la gente religiosa es más feliz, de promedio, que la no religiosa. Este efecto viene de los lazos sociales que son consecuencia de participar en la comunidad religiosa, tanto como de sentirse conectados con algo más allá del propio yo.

  Algunos se esperanzan en que no solo la vida religiosa puede hacer feliz a la gente, sino también el compromiso social y el altruismo no religiosos, pero de nuevo se presenta aquí

el problema de la correlación revertida [que supone que] la gente congénitamente feliz es más simpática desde el comienzo, así que su trabajo altruista voluntario puede ser una consecuencia de su felicidad, no la causa

  Así como que

los ricos son en general más felices que la clase trabajadora, pero solo por poco, y parte de esta relación es correlación revertida: la gente feliz se hace más rica porque, como en el mercado matrimonial, son más atractivos a los demás.

  Dadas estas dificultades para determinar la causa y el efecto se agradecen algunas aportaciones descriptivas acerca de la felicidad. Muy interesante es la descripción del “estado de flujo”.

Csikzentmilhalyi descubrió que hay un estado que muchas personas valoran más que la comida y el sexo. Es el estado de total inmersión en una tarea que supone un desafío aunque entra dentro de nuestras habilidades (…) Lo llamó el “flujo” porque se siente frecuentemente como un movimiento sin esfuerzo: el flujo sucede y tú vas con él. Sucede con frecuencia durante el movimiento físico –esquiar, conducir rápido en un circuito o jugar deportes de equipo (…) Puede suceder también durante actividades creativas solitarias como pintar, escribir o hacer fotos. Las claves para el flujo: tienes que contar con las habilidades para cumplir el desafío y recibes inmediato feedback sobre cómo lo estás haciendo a cada paso (principio de progreso). Logras impresiones de sentimiento positivo con cada nota correctamente cantada o con cada pincelada en el lugar correcto.(…) Las gratificaciones son actividades que te comprometen enteramente, te vigorizan y te permiten perder autoconsciencia. Las gratificaciones pueden llevar al flujo.

  Una de las observaciones más originales de Haidt es la que se refiere al “sentimiento de elevación”

La gente responde emocionalmente a los actos de belleza moral, y estas reacciones emocionales implican calor o sentimientos agradables en el pecho y deseos conscientes de ayudar a otros o convertirse ellos mismos en mejores personas (…) La elevación moral parece ser diferente de la admiración por la excelencia no moral. (…) Ser testigos de acciones extraordinariamente hábiles da a la gente el impulso y la energía de intentar copiar esas acciones. La elevación, en contraste, es un sentimiento más calmo, no asociado con signos de activación fisiológica. Esta distinción podría explicar un enigma sobre la elevación: aunque la gente dice que quiere hacer buenas obras, en dos estudios donde les dimos la oportunidad (…) no encontramos que la elevación hiciera a la gente comportarse de forma muy diferente.

  Esta diferenciación entre el placer que se encuentra en la admiración por la belleza moral y la activación de sentimientos morales (que no se produce en consecuencia) parece tener que ver con que el sentimiento de elevación produce un efecto tan relajante que desmotiva la actuación cuando se percibe. Se ha detectado el influjo de la hormona oxitocina en el sentimiento de elevación.

La oxitocina causa vinculación, no acción. La elevación puede llenar a la gente con sentimientos de amor, confianza y apertura, haciéndolas más receptivas a nuevas relaciones; sin embargo, dado su sentimiento de relajación y pasividad, podría ser menos viable para comprometer a las personas en el altruismo hacia los extraños.

Para los adultos, el mayor flujo de oxitocina –aparte del del parto y maternidad- llega del sexo. La actividad sexual, especialmente si incluye caricias, tocamientos extensos y orgasmos, se vuelca en los mismos circuitos que se usan para vincular a padres e hijos.

  Es decir, la oxitocina es una hormona que circula por el organismo humano en determinadas situaciones, que se encuentra en principio relacionada con la maternidad y la lactancia, pero que actúa tanto en mujeres como en hombres cuando tienen lugar episodios emocionales relacionados con la afectividad (lo que incluye el amor sexual) y la vinculación altruista.

   Si el “sentimiento de elevación” promoviera la acción altruista y no solo el vínculo afectivo derivado de ésta, en tal caso la humanidad habría aprendido a ser plenamente feliz hace milenios, pues los sentimientos de elevación, al producirse, desencadenarían acciones altruistas que a su vez despertarían más sentimientos de elevación, creándose un bucle de feedback automático. Pero como no es así, entonces lo que la humanidad necesita es construir mecanismos culturales que estimulen acciones emocionalmente gratificantes de carácter altruista. La búsqueda de ese tipo de mecanismos está probablemente relacionada con la historia de las religiones.

La influencia de la vastedad y belleza de la naturaleza hace que el yo se sienta pequeño e insignificante, y cualquier cosa que reduzca el yo crea una oportunidad para la experiencia espiritual

El amor cristiano se focaliza en dos palabras clave: cáritas y ágape. Cáritas es una especie de intensa benevolencia y buena voluntad; ágape es una palabra griega que se refiere a una especie de amor espiritual, altruista sin sexualidad, sin vincularse a una persona en particular (…) Como en Platón, el amor cristiano es amor despojado de su particularidad esencial, de su foco en una persona específica

  El amor sexual, así como el amor de la maternidad (el primero que conoce todo individuo), son modelos de vinculación altruista placentera que la cultura ha manipulado, en el arte y la religión, de forma que tomen formas diversas aplicables a muchas más situaciones. En sus manifestaciones más instintivas, la maternidad y el amor sexual solo pueden abarcar una pequeña extensión de la experiencia vital de las personas, de ahí que los antiguos maestros de la sabiduría tratasen de hallar nuevos caminos derivados. Además, el amor sexual suele confundirse con las pasiones sexuales.

Hay varias razones por las que el amor humano puede hacer sentir incómodos a los filósofos. Primero, porque el amor apasionado es notorio por hacer a la gente ilógica e irracional, y los filósofos occidentales han considerado desde siempre que la moralidad se basa en la racionalidad. (…) Una segunda motivación es el miedo a la muerte (…) Las culturas humanas van hasta muy lejos para construir sistemas de significado que dignifiquen la vida y convenzan a la gente de que sus vidas tienen más significado que la de los animales que mueren alrededor de ellos

[En Platón] la naturaleza esencial del amor como un vínculo entre dos personas es rechazado; el amor solo puede ser dignificado cuando se convierte en una apreciación de la belleza en general

  Haidt mismo identifica la pasión sexual con el amor en general, cuando muchos podemos opinar que no hay una relación tan clara entre el amor sexual y el amor de la maternidad al que toma inconscientemente como modelo. Los antiguos tardaron mucho en reconocer la forma de amor no pasional (probablemente por causa de que una cultura masculina ancestral rechaza la feminización que implica el amor de estilo maternal como inconveniente para enfrentarse a la agresividad de la guerra constante entre grupos) y Haidt es uno de los que rechazan también la idea clásica de que el origen del amor se produce en la era cristiana (una era “feminizadora”), ya que denomina “amor” a ciertos mitos pasionales de la Antigüedad

El amor es muy celebrado por los poetas desde Homero en adelante. El amor lanza el drama de la Iliada, y la Odisea acaba con el retorno de Odiseo a Penélope

  Lo de Helena es más bien un arrebato pasional cuyas trágicas consecuencias aleccionan a la humanidad en adelante, mientras que Penélope es un ejemplo de fidelidad conyugal y un símbolo del retorno al hogar: en ninguno de estos casos se dan las características de embelesamiento romántico (idealización del otro, altruismo, pacificación… evocaciones de la maternidad) que caracterizarán el amor caballeresco medieval de origen cristiano que parte de las concepciones ya mencionadas de cáritas y ágape (ambas, a su vez, vinculadas al amor de la maternidad originario)

El mito moderno del verdadero amor implica las siguientes creencias: el verdadero amor es un amor apasionado que nunca se debilita; si estás verdaderamente enamorado, deberías casarte con esa persona; si el amor acaba, debes dejar a esta persona porque ya no es verdadero amor; y si puedes hallar la persona correcta, tendrás amor verdadero para siempre.

  Mientras que la biología nos muestra que las experiencias amorosas son episodios concretos vinculados a diversas funciones reproductivas (sexo por mutua voluntad y cuidado en común de las crías), la idealización del amor pretende extender la experiencia a la práctica totalidad de la vida. El verdadero amor no se extingue y se transforma en una prolongada expresión de camaradería.

Se define el amor de camaradería como “la afección que sentimos por aquellos con quienes nuestras vidas están estrechamente entrelazadas”. El amor de camaradería crece lentamente a lo largo de los años a medida que los amantes aplican sus vínculos y sistemas de cuidado mutuo y a medida que comienzan a confiar el uno en el otro, cuidando y confiándose mutuamente.

  Éste sería ciertamente el amor cristiano, donde la elevación lleva también a la acción (porque la “elevación” es mediatizada por mecanismos culturales que promueven el verdadero amor) y que no se confunde con los estallidos pasionales de naturaleza exclusivamente sexual… pero Haidt no cree que tal cosa exista

El amor apasionado no se convierte en amor de camaradería. El amor apasionado y el amor de camaradería son dos procesos separados y tienen diferentes recorridos temporales.

  En lo que se refiere a los modelos afectivos entramos ya en el universo de las preferencias culturales. Jonathan Haidt no puede menos que hacer sus propias elecciones al respecto

Aunque me gustaría vivir en un mundo en el cual todo el mundo irradie benevolencia hacia los demás, preferiría vivir en un mundo en el cual hubiera al menos una persona que me amase específicamente y a quien yo amase en respuesta

  Podemos extraer del libro de Haidt, pues, entre otras, la conclusión de que los sentimientos de vinculación afectiva relacionados con la hormona oxitocina son los más viables socialmente, pues implican placer derivado del bien ajeno, en lugar de placeres egoístas que implican privación o incluso sufrimiento para los demás, pero que, por desgracia, la experimentación de ese tipo de placeres no conduce necesariamente a la acción altruista, y por ello la “hipótesis de la felicidad” nos lleva a dar por sentado que los bienes afectivos serían un bien más de los que se obtendrían en la interacción social y nunca consistir en la base de una forma de vida, de una cultura. Varias afirmaciones más del autor van en este sentido:

La investigación en la evolución del altruismo y la cooperación ha descansado en gran parte en estudios en los cuales se escenifican juegos entre diversas personas (o personas simuladas en un computador). En cada ronda del juego una persona interactúa con otro jugador y puede elegir entre ser cooperativo (y en consecuencia se hace más grande el pastel que comparten) o egoísta (cada uno toma para sí tanto como sea posible del pastel tal como está) (…) A largo plazo y a lo largo de una gran variedad de entornos compensa cooperar mientras se permanezca vigilante del peligro de ser engañado.

  Es decir, la obtención de felicidad en sociedad se obtiene mediante un juego constante de intercambio de gratificaciones y bienes donde la desconfianza y la mutua vigilancia se convierten en factores capitales. Esto, como hemos visto, se aplica también al amor.

La gente con sabiduría es capaz de hallar un equilibrio entre sus propias necesidades, las de los otros y las necesidades de personas o cosas más allá de su interacción inmediata (instituciones, el entorno, o la gente que puede ser afectada adversamente más tarde). 

Darwin propuso que los grupos compiten, como los individuos, y que en consecuencia los rasgos psicológicos que hacen  exitosos a los grupos –tales como patriotismo, valor y altruismo hacia los otros miembros del grupo- deberían expandirse como cualquier otro rasgo. Pero una vez que los teóricos evolutivos comenzaron a probar sus predicciones rigurosamente, usando computadores para modelar las interacciones de los individuos que usaban diversas estrategias (tales como puro egoísmo frente a la reciprocidad), entonces llegaron a apreciar la seriedad del problema de los tramposos. (…) Quienquiera que acumule los mayores recursos en una generación va a producir más hijos en la siguiente, así que el egoísmo es adaptativo y el altruismo no. (…) La única solución al problema de los tramposos es (…) el altruismo de parentesco (portarse bien con aquellos que comparten tus genes) y el altruismo recíproco (portarse bien con aquellos que te corresponderán en el futuro)

Al hacer a la gente desde hace tiempo sentir y actuar como si fueran parte de un solo cuerpo, la religión reduce la influencia de la selección del individuo (la cual nos modela para ser egoístas) y nos hace que actúe en nosotros la selección de grupo (la cual modela a los individuos para trabajar por el bien común)

  De todo esto, Haidt obtiene una conclusión conservadora acerca de cómo opera el altruismo desde el punto de vista de la selección de grupo y su atención a los intereses particulares

La selección de grupo crea adaptaciones genéticas y culturales interrelacionadas que promueven la paz, armonía y cooperación dentro del grupo con el propósito expreso de incrementar la capacidad del grupo para competir con otros grupos

El amor y el trabajo son cruciales para la felicidad humana porque, cuando se desenvuelven correctamente, nos sacan de nosotros mismos y nos conectan con la gente y los proyectos más allá de nosotros mismos. La felicidad viene de hacer estas conexiones de forma óptima.

   El progreso social que lleva a la felicidad individual surge, pues, del perfeccionamiento de un mercado de acciones recíprocas que reprime las prácticas abusivas y de engaño (lo que a su vez se evidencia en el éxito del grupo social perfeccionado frente a otros grupos sociales menos evolucionados). En una sociedad donde se penaliza a los que engañan, los individuos podrán comportarse de forma que busquen su propia felicidad al tiempo que faciliten a otros el obtener la suya (reciprocidad). Esta “hipótesis de la felicidad” se opondría a lo que Haidt llama la “hipótesis de la virtud” basada en la “ética del carácter”, esencialmente cristiana.

Cuando la moralidad se reduce a lo opuesto al propio interés, la hipótesis de la virtud se hace paradójica: en términos modernos, la hipótesis de la virtud dice que actuar contra el propio interés es actuar en el propio interés

Sería ingenuo pensar que hacer lo correcto siempre hace sentir bien. La prueba real de la hipótesis de la virtud es ver si es cierta incluso en nuestra restringida comprensión moderna de la moralidad como altruismo

   En realidad, la “hipótesis de la virtud” (obrar por el interés ajeno) no tendría por qué ser paradójica: se trata de crear dos mercados de acciones recíprocas en lugar de uno solo. Para Haidt y su “hipótesis de la felicidad”, la moralidad consiste en intercambiar tanto bienes materiales como afectivos de acuerdo con una serie de reglas que aportarían seguridad (evitar el engaño); mientras que para la “hipótesis de la virtud”, la moralidad consiste en intercambiar bienes afectivos (el placer derivado del amor) con independencia del intercambio de bienes materiales (donde el propio interés quedaría en segundo término). Por supuesto, el objeto de hacer el bien es también “egoísta”: se trata de recibir la mayor cantidad posible de bienes afectivos (no materiales)… pero ambos “mercados” son independientes y funcionan en base a reglas diferentes: “A” puede obrar altruistamente con “B”, al proporcionarle bienes materiales (en un mercado) y a cambio recibir bienes afectivos de “C” (en el otro mercado). “B” podría decir que “A” obra sin recibir recompensa a cambio, pero en realidad la recompensa (no material) la recibe de un tercero, “C” (en las religiones teístas, “C” puede ser “Dios”, un ser imaginario que se complace con el altruismo… de la capacidad de autosugestión de “A” dependerá en este caso que el obrar por el amor de Dios le resulte o no gratificante).

  Haidt equipara ambos tipos de bienes y los pone en el mismo mercado. La ventaja del sistema de la “hipótesis de la virtud” (o “ética del carácter”) es que en el mercado de la virtud los bienes afectivos carecen de coste material (esencialmente, se trata de manifestaciones conductuales convincentes: gestos, palabras, representaciones de actos… no muy diferentes de las experiencias que proceden del mundo del arte) por lo que, en una cultura regida por este tipo de principios éticos la abundancia de bienes gratificantes no materiales podría llegar a ser casi infinita y difícilmente mensurable más allá de la propia satisfacción personal. Los bienes materiales son mucho más costosos y al ser más fácilmente cuantificables también presentan muchas dificultades para que se obtenga la reciprocidad buscada. De hecho, la obsesión por la reciprocidad en bienes materiales es fácil que alcance proporciones neuróticas (considérese la preocupación a nivel político por la igualdad en cuanto a distribución de bienes de consumo, o considérense los fenómenos tipo potlatch observados por los antropólogos en las culturas primitivas en las que personas o grupos se enzarzan en interminables ofrecimientos recíprocos de bienes materiales a fin de afirmar su prestigio).

  En suma: darse amor mutuamente es barato, mientras que los bienes materiales pueden llegar a ser muy costosos. Añádase la precisión de que, más allá del sencillo umbral de los bienes imprescindibles para la supervivencia, la acumulación de bienes materiales está relacionada sobre todo con el prestigio y el estatus social, lo que supone que la demanda de bienes materiales puede resultar ilimitada de acuerdo con las pautas culturales del momento, sobre todo si se basan en actitudes de reciprocidad e igualdad (igualdad que implica una constante medición para verificar si se da o no tal equiparación en cantidades).

   El modelo social que resulta del rechazo a la “hipótesis de la virtud” desconfía de las fórmulas cristianas altruistas (el que la caridad y el ágape puedan extenderse a todos los ámbitos de la vida, y el que el amor apasionado se transforme en amor de camaradería), y en lugar de ello la felicidad habría de transcurrir dentro de las pautas marcadas en una sociedad fiscalizada por estructuras que garanticen el juego limpio y la reciprocidad (la felicidad viene de entre varias cosas). Por eso Haidt también defiende el conservadurismo político (principios de autoridad y lealtad que impongan un orden al que el ciudadano pueda atenerse con firmeza, librándose de la desorientación).

Una sociedad sin conservadores perdería muchas de sus estructuras y constricciones sociales que Durkheim mostraba que eran tan valiosas. 

  Y sin embargo, su estudio de la naturaleza de la felicidad y el más preciado componente de éste (las compensaciones afectivas del amor) nos muestra unas grandes posibilidades que, desgraciadamente, un marco conservador inamovible nos impide desarrollar.

  La obtención de bienes afectivos, de acuerdo con lo que sabemos de la experimentación del “sentimiento de elevación”, exige no la producción de bienes materiales, sino el perfeccionamiento moral en el sentido de la manifestación pública y convincente del mutuo altruismo. Tales bienes afectivos los experimentaríamos como resultado de la puesta en juego de estrategias psicológicas asentadas culturalmente (la vieja tarea de los “maestros de sabiduría” de la Antigüedad). Personas con la erudición, la capacidad deductiva y la experiencia de Jonathan Haidt serían de mucha ayuda a la hora de determinar cómo tales estrategias (las antiguas y las nuevas que surjan) pueden hacerse más efectivas.

lunes, 2 de febrero de 2015

“La conquista de la felicidad”, 1930. Bertrand Russell

  Bertrand Russell no fue un científico social, sino un extraordinario matemático e historiador de la filosofía, y en muchos sentidos también fue un sabio de la Antigüedad trasplantado a la época de los medios de comunicación de masas, el cual acabó siendo galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Nacido un aristócrata del Imperio Británico pero comprometido con el socialismo y el pensamiento de vanguardia, su opinión era reclamada por muchos y él accedía fácilmente a pronunciarse. Era un hombre inquieto, valiente, extrovertido y, sobre todo, optimista. Como Einstein, H. G. Wells o George Bernard Shaw tenía cosas que decir acerca de la naturaleza y destino humanos. Y se atrevió a dar sus opiniones acerca de la felicidad, esa cosa tan simple y tan preciosa. Tales opiniones son muy representativas de las del pensamiento progresista de su época y también del de muchas personas de hoy.

Este libro no va dirigido a los eruditos ni a los que consideran que un problema práctico no es más que un tema de conversación. No encontrarán en las páginas que siguen ni filosofías profundas ni erudición profunda. Tan solo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el sentido común.

¿Qué puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades corporales normales.

  En el principio existió el “hombre en estado de naturaleza”… Ese hombre y esa mujer, esas hordas de adanes y evas originarios, no se preguntaban  si eran o no felices. La felicidad y la infelicidad son una invención moderna.

Creo que esta infelicidad se debe en muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. 

  El entusiasmo: ser feliz es vivir el entusiasmo por la vida. En sus propias palabras:

Lo que a mí me parece el rasgo más universal y distintivo de las personas felices [es] el entusiasmo. (…) El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.

Cualquier cosa que haya que hacer, solo se podrá hacer correctamente con ayuda de cierto entusiasmo, y es difícil tener entusiasmo sin algún motivo personal. Desde este punto de vista, habría que incluir entre los motivos personales los que conciernen a personas biológicamente emparentadas con uno, como el impulso de defender a la mujer y los hijos contra los enemigos.

El entusiasmo requiere más energía que la que se necesita para el trabajo, y para esto es necesario que la maquinaria psicológica funcione bien. 

Una de las principales causas de pérdida de entusiasmo es la sensación de que no nos quieren; y a la inversa, el sentirse amado fomenta el entusiasmo más que ninguna otra cosa. 

  Sin embargo, y eso podría decepcionar a algunos, Bertrand Russell no identifica la felicidad necesariamente con el amor (o el entusiasmo que se deriva de él). No pone el resto de comportamientos humanos al servicio de este sentimiento gozoso y a la vez altruista. El amor es algo importante que ayuda a vivir, pero la vida humana no consiste en amar (y ser amado).

El amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro.

No pretendo decir que el amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer

  Esta idea del amor “en su forma más elevada” nos despierta una sospecha: la de que el amor convencional le parece a Russell algo insuficiente. Fijémonos en que, hasta cierto punto, desdeña el valor intrínseco de la maternidad

En el futuro, la relación madre-hijo se parecerá cada vez más a la que los hijos tienen ahora con sus padres, y así las mujeres se librarán de una esclavitud innecesaria

  Es de lo más loable la defensa que hace Russell de la libertad de la mujer y de la necesidad que ésta tiene de participar en la vida laboral, intelectual y social a todos los niveles -un posicionamiento que aún resultaba controvertido en 1930- pero desde el punto de vista psicológico hoy sabemos que no se puede en modo alguno equiparar la relación madre-hijo con la relación padre-hijo. Y esta apreciación desenfocada resulta también significativa del punto de vista de Russell acerca de la familia y la paternidad.

Para ser feliz en este mundo, sobre todo cuando la juventud ya ha pasado, es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro.

  Así, más allá de la experiencia del amor como experiencia subjetiva, existiría una dimensión hasta cierto punto social y trascendente del ser humano que se materializa en la paternidad como un formar “parte del río de la vida”. Esto relativiza al amor (de cualquier clase) como objeto central de la vida feliz, es decir, del entusiasmo por la vida. No es el punto de vista de los que sienten que tener hijos es aumentar en alto grado las probabilidades de contar con un vínculo de amor incondicional en el futuro.

  La felicidad así parece tener que ver con una relación compleja con el entorno, como si el ser humano tuviese una relación directa, trascendente, con el mundo que le ha dado origen. Así, no es del todo la felicidad humana que solo responde a la experiencia humana. Ahí está el error, y se trata de un error de Bertrand Russell que procede de la por él muy admirada racionalidad de los escépticos de la Antigüedad clásica. El anticristiano que es Russell se hace pagano, y al hacerse pagano no quiere romper la primitiva (e imaginaria) vinculación con el mundo originario de la naturaleza. El cristianismo, en cambio, en su radicalizada lucha contra los instintos, apunta a un ideal más íntimo y subjetivo: se trata del ser humano contra la naturaleza (donde los individuos quedan subsumidos en una forma común), y no de la sabiduría del ser humano en relación con la naturaleza. De esta diferencia (y de este error de los paganos) se deriva todo el conflicto entre visiones opuestas de la racionalidad.

   Más adelante encontramos otros  dos elementos un tanto contradictorios que nos presentan otra vez el mismo problema. Por una parte, la felicidad se relaciona con la lucha contra el aburrimiento y, por la otra, la felicidad se vincula a alcanzar una alta meta no precisada que tiene que ver con la “grandeza de alma”. Da la impresión de que esta idea de grandeza (así como la preocupación por el aburrimiento) es propia de los hábitos aristocráticos de otros tiempos.

El trabajo es deseable ante todo y sobre todo como preventivo del aburrimiento

El aburrimiento es un problema fundamental para el moralista, ya que por lo menos la mitad de los pecados de la humanidad se cometen por miedo a aburrirse.

La clase especial de aburrimiento que sufren las poblaciones urbanas modernas está íntimamente relacionada con su separación de la vida en la tierra. 

Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. (…) Aquel cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mundo.   

En el siglo XVIII, una de las características del «caballero» era entender y disfrutar de la literatura, la pintura y la música. En la actualidad, podemos no estar de acuerdo con sus gustos, pero al menos eran auténticos. El hombre rico de nuestros tiempos tiende a ser de un tipo muy diferente.

El arte de la conversación general, por ejemplo, llevado a la perfección en los salones franceses del siglo XVIII, era todavía una tradición viva hace cuarenta años. Era un arte muy exquisito, que ponía en acción las facultades más elevadas para un propósito completamente efímero.

Con la invención de la agricultura, la vida comenzó a volverse tediosa, excepto para los aristócratas, por supuesto, que seguían estando -y aún siguen- en la fase cazadora

A los que eran nobles por nacimiento se les permitía una conducta errática. En el mundo moderno estamos perdiendo esta fuente de libertad social

   La desconfianza que pueda despertar el señalamiento de la “grandeza” se confirma cuando leemos otras opiniones acerca de

esos pocos estadistas que han dedicado sus vidas a crear orden a partir del caos, de los que Lenin es el máximo exponente en nuestra época

  Ahora fijémonos en la desconfianza ante la virtud de la modestia

La modestia se considera una virtud, pero personalmente dudo mucho de que, en sus formas más extremas, se deba considerar tal cosa. La gente modesta necesita tener mucha seguridad, y a menudo no se atreve a intentar tareas que es perfectamente capaz de realizar. La gente modesta se cree eclipsada por las personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente propensa a la envidia y, por la vía de la envidia, a la infelicidad y la mala voluntad.

  No parece estar refiriéndose a una modestia genuina, sino a una actitud de resentimiento y falsedad. De la misma forma, tampoco se señala nunca la humildad, que es la virtud que permite aceptar la inferioridad sin resentimiento (porque, desde la humildad, existe un mundo interior, íntimo, interpersonal, donde el individuo puede hallar la felicidad más allá de los condicionamientos sociales).

El sentimiento de pecado, lejos de contribuir a una vida mejor, hace justamente lo contrario. Hace desdichado al hombre y le hace sentirse inferior. (…) Al sentirse inferior, tendrá resentimientos contra los que parecen superiores.

  El anticristianismo de Russell, que en teoría se origina en su rechazo al torturante sentimiento del pecado y a una represión brutal de los instintos, acaba omitiendo, pues, algunos descubrimientos psicológicos cristianos (y pre-cristianos, pues el “cristianismo” no es otra cosa que una destilación más avanzada de las “religiones compasivas”) que están en la base del humanismo racional. Sin modestia y sin humildad no son posibles ni la tolerancia ni la cooperación. Si a esto le sumamos las alabanzas anteriores a la grandeza de alma, a la nostalgia por los hábitos aristocráticos y a la lucha contra el aburrimiento encontramos una especie de retorno al escepticismo elitista de estoicos y epicúreos. Y no se trata tan solo de las excentricidades puntuales de un aristócrata en el que se mezcla progresismo y conservadurismo: se trata, como ya se ha adelantado, de las contradicciones que aparecen al contrastar las diferentes visiones de la racionalidad humanista.

   Hoy por hoy la ciencia de la conducta ha encontrado algunos resultados que van en sentido contrario de las ideas de Russell en particular. Veamos primero:

Los Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar. Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos.

  La psicología experimental ha demostrado que el puritanismo sexual sí tiene cierto sentido. No es verdad que en un entorno puritano haya más hambre de sexo que en un entorno más tolerante. Al contrario: la exposición a la oferta del placer sexual incrementa la excitación mientras que el ascetismo reduce el deseo y el control del placer ayuda a evitar el desenfreno. Eso no niega tampoco el daño que a veces causa la represión (un medio ineficaz de control) pero Russell no llegó a ver cuál era el error que cometía la anquilosada educación puritana que a él y a tantos como él tanto daño les hizo.

De niño, mi himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados». A los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía hasta los setenta, hasta entonces solo había soportado una catorceava parte de mi vida, y los largos años de aburrimiento que aún tenía por delante me parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas. 

   De este sufrimiento nace un explicable resentimiento contra el cristianismo y una apuesta firme por la racionalidad (pero el resentimiento siempre dejará sus secuelas, haciendo la racionalidad un poco menos racional de lo que podía haber sido).

Una ética racional consideraría loable proporcionar placer a todos, incluso a uno mismo, siempre que no exista la contrapartida de algún daño para uno mismo o para los demás. Si prescindiéramos del ascetismo, el hombre virtuoso ideal sería el que permitiera el disfrute de todas las cosas buenas, siempre que no tengan malas consecuencias que pesen más que el goce. 

   Lo que la racionalidad podría haber mostrado a Russell (y a tantos otros hombres inteligentes y audaces de su tiempo) es que las culturas del pasado no son blancas o negras, perfectas o imperfectas, y que el avance social se da mediante “prueba y error”, superándose poco a poco las contradicciones y hallándose tortuosamente las conclusiones positivas. Al rechazar la sociedad burguesa de su tiempo en su conjunto a partir de las emociones propias del resentimiento, se cae en el extremo opuesto de realizar apuestas arriesgadas por las ofertas que surgen del oportunismo político. En este rechazo apresurado y poco reflexivo está también presente la impronta de la intolerancia que se condena.

En la actualidad, los jóvenes inteligentes son, probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que basar lo que crean. 

  El rechazo errado a determinadas actitudes del puritanismo represivo da lugar a también a otras opiniones que hoy nos resultan chocantes:

Los que votan, por ejemplo, a favor de la prohibición de fumar (leyes así existen o han existido en varios estados de Estados Unidos) son, evidentemente, no fumadores para los que el placer que otros obtienen del tabaco es una fuente de dolor.

   Con todo, lo más valioso de estas opiniones es su posicionamiento por la racionalidad (con los defectos que pueda tener) y su rechazo a la opresión oscurantista de las viejas tradiciones religiosas. Muchos de sus consejos –y no los peores- nos recuerdan a la moderna “autoayuda”. Pero no olvidemos que este tipo de discurso ya era conocido por la antigua "literatura sapiencial" que se remonta al Antiguo Egipto (los “Proverbios” de la Biblia, por ejemplo, están tomados de estos textos egipcios anteriores).

La razón no representa ningún obstáculo a la felicidad

Cuando empiece usted a sentir remordimientos por un acto que su razón le dice que no es malo, examine las causas de su sensación de remordimiento y convénzase con todo detalle de que es absurdo. Permita que sus creencias conscientes se hagan tan vivas e insistentes que dejen una marca en su subconsciente lo bastante fuerte como para contrarrestar las marcas que dejaron su madre o su niñera cuando usted era niño. (…)Mire fijamente lo irracional, decidido a no respetarlo, y no permita que le domine. Cada vez que haga pasar a la mente consciente pensamientos o sentimientos absurdos, arránquelos de raíz, examínelos y rechácelos. 

Cuando un hombre ha infringido su propio código racional, no creo que el sentimiento de pecado sea el mejor método para acceder a un modo de vida mejor. El sentimiento de pecado tiene algo de abyecto, algo que atenta contra el respeto a uno mismo. (…) El hombre racional ve sus propios actos indeseables igual que ve los de los demás como actos provocados por determinadas circunstancias y que deben evitarse, bien por el pleno conocimiento de que son indeseables, o bien, cuando es posible, evitando las circunstancias que los ocasionaron.

  De todas estas sentencias, las más valiosas son precisamente las que se refieren al supuesto enfrentamiento entre razón y emoción. Russell lo ve con claridad, aunque mucho más difícil es aplicar las conclusiones correctas a los problemas de la vida real.

Existen muchas personas a las que les disgusta la racionalidad, y a las cuales lo que estoy diciendo les parecerá irrelevante y sin importancia. Piensan que la racionalidad, si se le da rienda suelta, mata todas las emociones más profundas. A mí me parece que esta creencia se debe a un concepto totalmente erróneo de la función de la razón en la vida humana. No es competencia de la razón generar emociones, aunque puede formar parte de sus funciones el descubrir maneras de evitar dichas emociones, por constituir un obstáculo para el bienestar. No cabe duda de que una de las funciones de la psicología racional consiste en encontrar maneras de reducir al mínimo el odio y la envidia.

  Dejamos para el final algunas observaciones curiosas, que hemos de considerar en relación con aquella época de incipiente modernidad

La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más justo. 

   Para un igualitarista y un socialista como era el mismo Russell, admitir que la envidia algo tiene que ver con el progreso social es todo un rasgo de lucidez. Quizá le faltó extraer de ello, como consecuencia, la necesidad de desarrollar actitudes compensatorias alejadas de lo político, reconocer que el origen psicológicamente conflictivo del deseo de igualdad habría de conllevar nuevos conflictos una vez alcanzada cada una de las diversas metas parciales en el camino de la justicia social: la envidia es una predisposición psicológica y no tanto la respuesta a un problema objetivo real (por lo menos, no es la respuesta correcta en nuestro mundo, aunque tal vez sí lo fuera en el mundo primitivo donde estas emociones se originaron como instinto).

   En la misma época en que Russell expresaba estas opiniones, Freud tenía una visión más exacta al profetizar que el socialismo no podría acabar con la agresividad mutua solo cambiando el modelo de producción económica.

    El triunfo de la racionalidad frente a los prejuicios heredados de la tradición y frente a los mismos instintos conflictivos no ha llegado todavía, pero fueron necesarios ciertos fracasos, ciertas inconsistencias y muchas contradicciones para llegar a precisar principios más equilibrados que los que un hombre en particular, aunque inteligentísimo, bienintencionado y comprometido, podía defender en el atribulado periodo de entreguerras.