lunes, 29 de diciembre de 2014

“La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, 1905. Max Weber

  El famoso libro del profesor Max Weber sobre ”La ética protestante y el espíritu del capitalismo” supuso la primera formulación académica de una realidad que muchos llevaban tiempo sospechando: que existe una relación directa entre el progreso social (y específicamente el económico) y las doctrinas religiosas

¿Qué serie de circunstancias ha determinado que sólo sea en Occidente donde hayan surgido ciertos sorprendentes hechos culturales (ésta es, por lo menos, la impresión que nos producen con frecuencia), los cuales parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal? Es únicamente en los países occidentales donde existe “ciencia” en aquella etapa de su desarrollo aceptada como “válida”. (…) La historiografía china, que logró gran profusión, careció del pragma tucididiano. En la India hubo precursores de Maquiavelo; sin embargo, la teoría asiática del Estado se encuentra falta de una sistematización similar a la aristotélica y de toda clase de conceptos racionales. Fuera de Occidente no hay una ciencia jurídica racional

Así acontece también con respecto al poder de mayor importancia en nuestra vida moderna, el capitalismo. Tanto el deseo de lucro, como la tendencia a enriquecerse hasta el máximo, en especial monetariamente, no guardan ninguna relación con el capitalismo (…) El capitalismo debería ser considerado, justamente, como una sujeción o, al menos, como la moderación racional de este instinto desmedido de lucro.

Nos interesa (…) la investigación acerca de cuáles fueron los incentivos psicológicos originados por la convicción religiosa y la práctica de la piedad que señalaron situaciones para la vida y en ellas sujetaron al hombre

  Alemania era un país idóneo para llevar a cabo ese tipo de hallazgos, pues en esta nación coexistían  dos grandes iglesias muy diferenciadas

Remontándonos al año 1895, ponemos el ejemplo de que en Baden existía un capital tributario integrado por rentas de capital de 954,060 marcos por cada millar de protestantes, frente a 589,000 marcos por la misma suma de católicos. Los judíos, por su parte, superaban en exceso estas cifras, pues por cada mil de ellos correspondía cuatro millones de marcos.

  La diferencia era grande, pues, entre alemanes protestantes y alemanes católicos. Parecía entonces explicar también en buena parte por qué naciones mayoritariamente católicas, como España e Italia, estaban menos desarrolladas económica y socialmente que naciones cuya población era en su gran mayoría protestante, como Inglaterra u Holanda.

  Max Weber trata de analizar el mecanismo de esta diferenciación. En teoría, las religiones se ocupan poco de promover los intereses económicos. Si acaso, se ocuparían de promover los intereses morales. Pero ciertos usos y actos de la vida ciudadana parecen muy relacionados con la Iglesia frecuentada por cada comunidad de individuos.

Los protestantes, tanto en calidad de oprimidos u opresores, como en mayoría o minoría, han revelado siempre una singular inclinación hacia el racionalismo económico, inclinación que no se manifestaba entonces, como tampoco ahora, entre los católicos en ninguna de las circunstancias en que puedan hallarse. La causa de tan disímil conducta habremos de buscarla no sólo en una cierta situación histórico-política de cada confesión  sino en una determinada y personal característica permanente.

  ¿Racionalismo?

El “capitalista aventurero”, ha existido en todas partes del mundo (…) [pero] en Occidente existe un tipo de capitalismo desconocido en cualquier otra parte del mundo: la organización racional-capitalista del trabajo básicamente libre. En cualquier otro lugar no existen más que atisbos, embriones de ello.

  El cristianismo, sin embargo, surgido con un mensaje social que promovía el desprendimiento y cierto igualitarismo, no podía promover las riquezas directamente. ¿Debemos considerar, por tanto, que los cristianos se enriquecen “a pesar suyo”? ¿Como consecuencia de ser más racionalistas en su búsqueda de la virtud?

El espíritu ascético del cristianismo fue el que originó uno de los factores que intervinieron, a su vez, en el nacimiento del moderno espíritu capitalista y hasta de la propia civilización de hoy en día: la racionalización del comportamiento 

Lo primordial es conocer las características particulares del racionalismo occidental, así como explicar sus orígenes.

  Todas las religiones han buscado siempre la virtud. La razón de ser y la necesidad de las religiones siempre ha sido esa: fomentar un comportamiento social más armonioso que haga posible una mayor cooperación entre los hombres. Convivir exige sacrificios mutuos y el cristianismo ofreció su propia fórmula mediante el ascetismo, una disciplina de los propios deseos organizada en torno a las exigencias de una divinidad superior. Una divinidad obviamente superior al ser humano, pero que a la vez no puede ser extraña a él en su forma de expresión, en su espíritu. De ahí la exigencia de racionalidad que lleva a desarrollar el comportamiento humano en base a las pautas marcadas por la divinidad. En este contexto de racionalidad, surge la sacralización del trabajo.

El trabajo es el medio ascético más antiguo y acreditado; así lo ha reconocido la Iglesia occidental en todas las épocas. Ante la tentación sexual, así como la duda o la ansiedad religiosa, se recetan varias curas: dieta moderada, alimentación vegetariana, baños fríos; pero, en especial, esta máxima: “trabaja tenazmente en tu profesión”.

  Así pues, la peculiaridad del protestantismo tenemos que verla a partir de la misma condición ascética del cristianismo. Los protestantes dieron su propia respuesta a la búsqueda de la virtud más allá de las fórmulas cristianas ya conocidas. Puesto que se trataba de una Iglesia reformada, debía de ofrecer una alternativa mejor. Más virtud y más eficaz.

El concepto ético-religioso de profesión (…) traduce el dogma extendido a todos los credos protestantes, opuesto a la interpretación que la ética del catolicismo divulgaba de las normas evangélicas (…) Como única manera de regirse en la vida que satisfaga a Dios acepta no la superación de la moralidad terrena por la mediación del ascetismo monacal, sino, ciertamente, la observación en el mundo de los deberes que a cada quien obliga la posición que tiene en la vida, y que por ende viene a convertirse para él en ‘profesión”.

  El ejercicio del trabajo cotidiano se convierte doblemente en “profesión”: se trabaja en servicio a la comunidad y a la vez en servicio a Dios. Aunque éste es un principio extendido a todas las variedades de iglesias protestantes, se resalta en algunos casos más que en otros. Max Weber cita, por ejemplo, a los cuáqueros

De acuerdo con la moral cuáquera, la vida profesional del individuo debe ser una práctica ascética y consecuente de la virtud, una justificación del estado de gracia en la honestidad, esmero y normas que se aplican en la propia observancia del trabajo profesional

   Pero Weber se interesa en especial por las congregaciones más poderosas en Europa Central y del Norte, por los luteranos y los calvinistas. Encuentra entra ellos grandes diferencias.

No se podría concebir a la Reforma sin el ánimo evolutivo propio de Lutero, y a la recia personalidad de él se debe su ineludible sello; sin  embargo, sin el calvinismo su obra reformista no hubiera perdurado. (…) La vida religiosa y la manera de obrar en el mundo por parte de los calvinistas guarda una relación de índole fundamental distinta a la que es peculiar de los católicos y luteranos (…) constituye la idea religiosa que originó todas y cada una de las luchas relativas tanto a la religión como a la cultura de los pueblos civilizados más avanzados dentro del capitalismo, esto es: el de los Países Bajos, de Francia e Inglaterra, durante los siglos XVI y XVII

  Veamos en qué consiste la peculiaridad del calvinismo. Lo que más se conoce generalmente de esta iglesia reformada es su doctrina acerca de la predestinación, es decir, que el individuo, desde el momento en que nace, ya está juzgado por Dios para la salvación o la condenación. Esto conllevaría, en opinión de Weber, determinadas consecuencias psicológicas, entre ellas, por supuesto

La determinación del influjo de ciertos ideales religiosos en la constitución de una “mentalidad económica” 

  En tanto que se da

el gran ascendiente de la doctrina de la predestinación en el más ínfimo pormenor del comportamiento y la manera de concebir la vida 

  El calvinista está salvado o condenado porque Dios le juzga no en base a sus obras o a su voluntad, sino en base a lo que él es como individuo, en base a lo que él es como persona particular, expresión de su psicología íntima, inalterable, inconfundible. No se trata, por tanto, de cambiarse a sí mismo, sino de aceptarse como se es realmente. Ahora bien, ¿cómo es realmente uno?, ¿cómo salir de la incertidumbre de si se está entre los salvados o los condenados?: tu propia vida, cada día de tu existencia, es el testimonio, la prueba evidente de si serás salvado o condenado. Evidente para ti, y evidente también para los que te rodean…

El calvinista elabora para sí su propia salvación, mejor dicho, la, seguridad de ella. Ahora bien, esto no implica (como en el catolicismo) el hecho constante de acumular buenas obras aisladas; conviene más pronto el propio control metódico ante la alternativa que se presenta a diario de ¿elegido o condenado?

Las buenas obras no son absolutamente adecuadas si se las conceptúa como recursos para alcanzar la bienaventuranza, pero, esto sí, en su calidad de signos de la elección son absolutamente necesarias, por cuanto constituyen un factor técnico que, aun cuando no patentiza la bienaventuranza, es favorable para desasirse de la contrita ansiedad por alcanzarla.

Los calvinistas, de acuerdo con “su” Dios, no se veían obligados a la realización de tal o cual “buena obra”, antes bien a una santidad en el obrar a un alto nivel del método. Ya no se menciona a la doctrina católica (y positivamente humana) oscilante entre el pecado y la contrición, así como la penitencia, la descarga de conciencia y la nueva caída del pecador; tampoco se fija para la vida un saldo purificante por castigos temporales y que pueden ser anulados por la intervención eclesiástica de la gracia. Así fue como el hombre común se desprendió del sello anárquico e intermitente de su comportamiento ético, reemplazándolo ya por un planteamiento y una metodización del mismo.

En vez de aquel pecador humilde, sumiso, que ha recibido la gracia acordada por Lutero, y que podía ser santificado si con su arrepentimiento se confía a Dios, ahora se modelan “santos” con personalidad propia,como los que saltan a la vista personificados en determinados hombres de negocios del capitalismo en su época.

  Este rigor inaudito tiene, sin embargo, una consecuencia muy “burguesa”: el que la vida cotidiana se convierte, para el hombre religioso, en el escenario de la lucha extrema por la virtud (o más bien por averiguar si se cuenta con tal virtud, poniéndola a prueba cada día, en cada circunstancia), se trata de

la tesis sostenida con firmeza de que la observación de los propios deberes en el mundo es la sola manera de complacer a Dios

El pietismo, desde nuestro personal punto de vista, diríamos que constituye, simplemente, la “ascetización” de la conducta, mediante el sistemático ejercicio y control

Los puritanos creían profundamente que Dios bendice a los suyos concediéndoles el triunfo en su trabajo

  (“Pietismo” y “Puritanismo” son denominaciones de otras tendencias protestantes en el sentido calvinista)

  De ahí que este rigor en la vida mundana tenga consecuencias económicas…

Tan pronto como el ascetismo traspuso el umbral de los claustros monacales a fin de integrarse en la vida profesional y regir la ética mundana, tomó parte, en la medida de sus posibilidades, en la erección de este colosal mundo del orden económico moderno

  La referencia a los claustros es muy importante, porque antes de la Reforma, la excelencia de la vida religiosa era la que llevaban a cabo los monjes, diferenciados de la vida cotidiana de los seglares, menos perfectos que ellos. Con la reforma, esa separación, como hemos visto, desaparece. El rigor monacal se extiende universalmente, lo que implica la racionalidad propia en la vida seglar de la conducta reglamentada del claustro.

El ascetismo cristiano de Occidente se distinguió siempre por un sello racional. En ello se apoya, justamente, el significado histórico de la vida monástica occidental (...). De ese sello está impregnada la regla de San Benito y, también, la de los cluniacenses, aún más se destaca en la orden cisterciense y muy particularmente en la jesuítica, cuyo ascetismo se independiza por igual de la anárquica evasión del mundo y de la incesante aflicción por la virtud en sí, a fin de adquirir una sistematización del proceder racional, y mejorar el status naturae, arrebatando al hombre del dominio de los deseos irracionales y restituyéndole su libertad ante el mundo y la naturaleza. Así quedaba testificada la preponderancia de una planificación de la voluntad, se sujetaban sus actos al propio control constante, se educaba (de una manera objetiva) al monje en calidad de trabajador al servicio del reino de los cielos y (de un modo subjetivo) se le infundía, a su vez, la seguridad de la salvación del alma. (…) Este propio dominio incesante, propósito explícito de los exercitia de San Ignacio y de las formas más elevadas de las virtudes racionales monásticas, coincidía con la racionalización del proceder obligado en el puritanismo.

  Todavía hoy muchos católicos creen que el protestantismo supuso una relajación de las exigencias de piedad entre la ciudadanía. Todo lo contrario. El protestantismo, sobre todo el calvinista o puritano, exigía una piedad mucho más acusada precisamente porque al disminuirse mucho el poder y la influencia del estamento eclesiástico, las exigencias extremas de la virtud pasaban a la totalidad de la ciudadanía.

Opuestamente a la concepción del catolicismo, lo característico y específico de la Reforma es el hecho de haber acentuado los rasgos y tonos éticos y de haber acrecentado el interés religioso otorgado al trabajo

El hecho de fundamentar la ética profesional de la doctrina de la predestinación dio por resultado el reemplazo de la aristocracia espiritual de los monjes, que se sucedía fuera y a espaldas del mundo, por la de los santos en él

  El éxito del protestantismo en la nueva sociedad económica del siglo XVI en adelante (grandes estados, ascenso de la burguesía, comercio internacional…) hace que sus peculiaridades ascéticas tan convenientemente vinculadas al racionalismo acaben siendo imitadas por su gran rival en la cristiandad, el catolicismo. Ya hemos visto cómo la orden de los jesuitas, poderosa impulsora de la Contrarreforma, adoptará su propia versión de la sistematización racional de la vida ascética.

La religiosidad católica moderna implantada por los jesuitas, sobre todo en Francia, y los más estrictos centros eclesiásticos reformados, coincidían en la costumbre de llevar la cuenta de los pecados, las tentaciones y los frutos cosechados en la gracia, anotando la síntesis en el libro diario religioso

  Pero a los católicos les seguirá pesando una grave limitación: la falta de autonomía del laborioso asceta con respecto a la autoridad eclesiástica

En tanto que el católico se valía de este libro para una cabal confesión, o bien al ponérsele en conocimiento del “director espiritual”, a éste le servía de fundamento para extremar el principio de autoridad en la dirección del cristiano (y aún más de las cristianas), mientras que el creyente reformado “se tomaba el pulso” con él, sin otra ayuda que la propia. Los teólogos moralistas, especialmente los de cierta importancia, se refieren a este libro. El propio Benjamín Franklin nos da un ejemplo clásico al contabilizar en forma de sinopsis y como estadística, los progresos por él logrados en cada una de las virtudes

  Dicho sea de paso que la invención de los diarios personales modernos, esa sorprendente herramienta de autoanálisis psicológico, tiene también este origen, a la vez sagrado y profano, de los libros de contabilidad

   La peculiaridad de la vida económica del puritano tendría una interesantísima consecuencia añadida, aparte de la inevitable eficacia que es consecuencia de la autodisciplina y la fiscalización de la comunidad que vigila la virtud de cada ciudadano, y es que el puritano, esa especie de monje seglar, no trabaja para enriquecerse y disfrutar de su dinero para darse lujos, vicios y caprichos…

Como sea que el capital amasado no debía disiparse vanamente, resultaba obligado invertirlo con propósitos fructuosos

 Y precisamente, lo que caracteriza el capitalismo moderno y que lo diferencia con otras formas de enriquecimiento financiero ya conocidas en la Antigüedad, es el hecho de la inversión, el vincular el dinero con la producción. De hacer, por tanto, que repercuta socialmente. El dinero ni te lo gastas ni te lo guardas: lo inviertes y lo haces producir más, y cuando tienes más, lo vuelves a invertir… El puritano no es un judío avariento, ni un lujurioso pagano: se enriquece por su trabajo y proclama públicamente el valor de su dinero… por ser fruto de su virtud de hombre racional y esclarecido.

Al desear racionalmente el lucro de índole capitalista, la correspondiente actividad se basa en un cálculo de capital, esto es: se integra en una serie planeada de verdaderas prestaciones provechosas o particulares, como medio adquisitivo, de modo que el valor de los bienes estimables monetarios (o el valor de apreciación calculado con periodicidad de la riqueza valorable en moneda, de una empresa estable) en el balance final deberá superar al “capital”, digamos al valor estimativo de los medios adquisitivos reales que fueron aplicados para la adquisición por cambio, que deberá, por consiguiente, aumentar sin interferir con la existencia de la empresa.

  Los abusos del capitalismo llevaron más tarde a relacionar popularmente el enriquecimiento de las clases altas de la sociedad industrial con una continuidad de la opresión de los poderosos sobre los desposeídos. La desigualdad persistió, desde luego, y el uso de la tecnología la hizo más espectacular en ocasiones, pero los progresos sociales nunca han sido fáciles y lo que no puede negarse hoy, contemplando la revolución económica del capitalismo y su consecuente industrialismo en perspectiva, es que su origen está en un cambio del comportamiento de los habitantes de las ciudades, deseosos de obtener una mayor libertad y autonomía. El protestantismo encarnó esas aspiraciones: la religión –la virtud- se identificó con la vida cotidiana, con el trabajo, con el juicio de la comunidad que se hacía autónoma, responsable y que, en consecuencia, se hacía merecedora de la libertad .

  El hombre virtuoso ya no dependía de los dictámenes del estamento eclesiástico. Ahora la virtud se buscaba en el día a día, estaba a la vista de todos, puesto que se proclamaba que Dios estaba en todas partes y la Fe del hombre se hacía evidente en todos sus actos, y no solo en los Sacramentos. La vida religiosa se hacía íntima, psicológica y social porque se manifestaba de forma inequívoca. También democrática: cada cristiano podía ser tan virtuoso como el sacerdote, no había estamentos de excelencia ante Dios del mismo modo que no había distinciones entre las almas en el Cielo. Esto generó confianza a la comunidad, ahora que la virtud era pública y debía ser demostrada diariamente. También generó disciplina en el cristiano, que debía cuidar él mismo de su propia virtud, y no dependería ya de la intercesión de la Iglesia. Por ello el resultado fue también económico, y ahora los ricos podían decir que, si lo eran, era como consecuencia de su virtud.

   Y, habiéndose hecho ricos por ser virtuosos, hubiera sido absurdo que en adelante dejasen de ser tanto lo uno como lo otro. Esto explicaría las consecuentes obras de filantropía y la relativa ductilidad de la clase social alta en las naciones protestantes más desarrolladas que, paso a paso, sin grandes trastornos, iría aceptando lo que hoy llamamos “la economía social de mercado”.

lunes, 22 de diciembre de 2014

“La vida en común”, 1995. Tzvetan Todorov

  Este libro del célebre filósofo Tzvetan Todorov busca, a través del análisis de autores tanto científicos como literarios, presentar una visión de la naturaleza humana con fines prácticos. A esta particular visión la denomina el autor “antropología general”.

La antropología general se sitúa a mitad de camino entre las ciencias humanas y la filosofía. (…) Aspira a poner en relieve lo que es común a campos de investigación separados (…) Se distingue de lo que habitualmente se denomina filosofía en que posee un objeto empírico, el ser humano (…) Se nutre de las observaciones y de las descripciones que encuentra en las ciencias humanas

  Sin embargo, estas observaciones y descripciones no se hacen exactamente a la manera de los antropólogos clásicos, más dados a la etnografía y la psicología, más dados a aplicar el método científico. El planteamiento de Todorov está más en la línea del posicionamiento ético desde el punto de vista de la sociedad occidental de su tiempo.

  Se parte del importante error de los grandes filósofos clásicos acerca de la vida en sociedad:

[Para] Aristóteles “el hombre que no tiene la capacidad de ser miembro de una comunidad (…) porque se basta a sí mismo, no forma parte de la ciudad, y en consecuencia, o es un bruto o es un dios”

  (Evidentemente, "ser un dios" resultaba muy atractivo para algunos)

Según los grandes moralistas de la época clásica (…) el ser humano está atrapado en la red de relaciones sociales, pero por debilidad (…) La aprobación que esperamos de nuestro prójimo no es más que una vanidad culpable (…) La sociabilidad es lo real, pero el ideal es la soledad

  La Ilustración rebatirá con acierto este error, y con ello se dará un paso fundamental

Jean Jacques Rousseau es el primero en formular una nueva concepción del hombre como un ser que necesita de los otros (…) La necesidad de ser mirado, la necesidad de consideración, estas propiedades del hombre descubiertas por Rousseau, tienen una extensión sensiblemente más grande que la aspiración al honor. La sociabilidad (…) es la definición misma de la condición humana. 

  Hasta entonces, pues, el ideal humano era la autosuficiencia a fin de evitar el sometimiento propio del hombre en sociedad (solo el hombre autosuficiente es “un dios”).

  Por otra parte, la errónea perspectiva del que aspira a la autosuficiencia tiene una lógica explicación:

Rousseau acepta que la sociedad nace de la debilidad del individuo 

La última causa de nuestra ceguera debería ser buscada en el amor propio, en este caso del pensador, sabio o filósofo. (…) Es halagador para el individuo pensarse como no debiendo nada a nadie y buscando solitariamente la verdad más que la aprobación de su público. (…) Están listos para confesar todo menos su dependencia, su necesidad de los otros

  El miedo a la debilidad, a reconocerse débil, pues, es lo que llevaba a idealizar la soledad autosuficiente. Pero, llegado el momento de la confesión de la propia debilidad, las consecuencias no parecen haber sido tan malas porque es a partir de entonces cuando comienzan a llegar las mejoras sociales de la época contemporánea.

  Y es entonces también cuando surge la formulación básica de la sociabilidad tal como la entiende Todorov:

[Según Hegel] lo humano comienza donde el deseo biológico de la conservación de la vida se somete al deseo humano de Reconocimiento. (…) El hombre  solo se revela como humano si arriesga su vida (animal) en función de su deseo humano (…) Aquiles, quien prefiere la gloria a la vida, es el primer representante auténtico de la humanidad y no solo un gran héroe. (…) El reconocimiento (…) no podemos otorgárnoslo mutuamente; es necesario que uno no lo posea para que el otro lo obtenga. 

  A un nivel más psicológico…

Hay dos niveles de organización en nuestras “pulsiones de vida”: uno que compartimos con todos los organismos vivos, satisfacciones del hambre y la sed, búsqueda de sensaciones agradables; y el otro, específicamente humano, que se funda en nuestra (…) naturaleza social

El reconocimiento puede ser material o inmaterial, riqueza u honores, que implican o no el ejercicio del poder sobre otras personas.

La frontera entre vivir y existir es la que distingue al hombre de los animales (…) También los animales existen, como el hombre, aunque sea en un grado menor (…) El reconocimiento de nuestra existencia, que es la condición preliminar de toda coexistencia, es el oxígeno del alma.

La ausencia de reconocimiento engendra la angustia

A mediados del siglo XVIII el antiguo sistema de honores, reservado para unos pocos privilegiados, comienza a caer en desuso y todos aspiran a su propio reconocimiento público, a lo que se llamará la dignidad.

  Sin embargo, Todorov pone una limitación a lo que pudiera parecer a primera vista un mecanicismo psicológico demasiado simple:

La asimilación de necesidades “sociales” a necesidades biológicas como el hambre, práctica común hoy en día, es profundamente desconcertante; describe la relación con las personas como si fueran relaciones con las cosas. (…) Nada comparable puede darse en mis relaciones con una persona (…) Gozar de ella no implica su destrucción, al interiorizarla no disminuyo su autonomía.

  Tal vez el que sea “desconcertante” ayuda a comprender ciertas valiosas verdades. La necesidad social también es biológica, en tanto que nuestra biología es social.

    Podría resultar útil el recurrir a descomponer el “estado de sociabilidad” en manifestaciones parciales de actuaciones concretas, en episodios interpersonales que podamos describir y asumir.  Recordemos el clásico experimento con la cría de mono que, después de saciada su hambre gracias a un frío biberón, se abraza a un muñeco de peluche que le proporciona sensaciones similares a las del cuerpo de una madre. Los seres humanos también podemos encontrar consuelos semejantes a la soledad y el desamparo (por ejemplo, viendo una película o leyendo una novela), y esto no implica las “relaciones con una persona” real. “Gozar” de una persona (un atento psicoterapeuta, un amable masajista) no implica tampoco su destrucción, y podemos aprender mucho de analizar por separado los elementos de la vida social que nos afectan y a veces nos satisfacen: los psicólogos han encontrado una gran utilidad en ello y los actores han desarrollado técnicas muy específicas acerca de ello. Si asumimos y aprehendemos este tipo de necesidades como si fueran “cosas”, es posible que esto nos permita descubrir nuevas fórmulas para mejorar nuestra vida social (si, por ejemplo, llegamos a ser capaces de disponer a nuestro favor de grandes estructuras de “cosas” afectivamente reconfortantes).

   Recibimos placer del reconocimiento de otros. Y lo recibimos en episodios aislados, que es como se goza del placer. Qué episodios, bajo qué circunstancias y cómo en concreto nos afectan son cuestiones de la mayor importancia.

  De momento, como base para nuestra capacidad para sentir ese tipo de bienes, se admite un condicionamiento bastante biológico, como es la afectividad en la primera infancia.

Si ha tenido en su primera infancia la certeza de ser amado –con ese amor incondicional que los niños reclaman a los padres- el adulto enfrentará con más serenidad las pruebas que lo esperan en la vida. El apego inicial, Bowlby ha insistido mucho sobre ello, es la única base sólida sobre la cual se puede construir la personalidad.

  Pero es después, al enfrentarse al mundo, cuando la mayor parte de los individuos se encuentra con problemas. Incluso aunque se haya contado con bienes afectivos fundamentales en la primera infancia, la vida en sociedad nos exige ese reconocimiento mencionado como base misma de nuestra existencia adulta.

Podemos ser indiferentes a la opinión que otros tienen de nosotros pero no podemos permanecer insensibles a una falta de reconocimiento de nuestra existencia misma

  Aparece entonces un importante concepto:

El amo del reconocimiento, ese juez interior que nos sanciona positivamente o negativamente nuestros actos (lo que Adam Smith llamaba “el espectador imparcial y bien informado”). 

Una precisión se impone: en el transcurso de la infancia absorbemos no solamente las órdenes y los ejemplos parentales, sino también las normas sociales, propias de la comunidad. Han sido interiorizadas en el transcurso de intercambios antiguos, cuyos protagonistas no son forzosamente individuos identificables.

  Este “amo del reconocimiento”, impersonal, abstracto en ocasiones, determina y limita nuestra libertad. Al ser aquello “que se interioriza” es algo que en consecuencia se apodera de nuestra propia naturaleza. Implica una dependencia que puede llegar a ser odiosa. De nuevo vemos que no tenía nada de extraño el que en la Antigüedad se idealizara la autosuficiencia. La esclavitud, la servidumbre, el clientelismo, son ejemplos de estructuras de sometimiento en la Antigüedad clásica. Se las juzgaba necesarias, pero a la vez se las sabía odiosas.

La historia de la humanidad no es más que la evolución de esta relación entre amos y esclavos.

  Con todo, incluso un esclavo, a veces, puede cambiar de amo, encontrar uno más benévolo. La realidad profunda es que la dependencia de unos de otros implica todo tipo de actividades, incluso el altruismo más desinteresado.

Ciertas actitudes de caridad están cercanas al orgullo (…) La persona caritativa (…) se presenta a ella misma como alguien que no pide nada (…) Por el contrario, se propone dar sin contrapartida: su dinero, su tiempo, sus fuerzas; los beneficiarios serán los seres necesitados (…) Por supuesto, esto no es así; ella realiza un acto aprobado por la moral pública y se queda con los beneficios del reconocimiento indirecto, que son los mejores. El ser caritativo (…) hace como si el otro solo tuviera necesidad de vivir y no de existir; o de recibir, pero no de dar.  (…) Sabemos por los relatos de los beneficiarios de la caridad que se los pone en una situación muy difícil: son (…) desdichados por la debilitación de su existencia.

  No son raras las críticas a la caridad. El amor propio busca todo tipo de recovecos psicológicos para subsistir ante la abrumadora presencia del comportamiento prosocial.

  Una visión alternativa a ésta que presenta Todorov sería que el espectáculo del “reconocimiento indirecto” que la persona caritativa realiza podría ser inspiración para el que recibe la ayuda (testigo muy cercano del acto). Es posible que esta inspiración, que este “conocimiento cultural” sea más valioso que el auxilio material. Recordemos lo dicho de que “los beneficios del reconocimiento indirecto” (…) “son los mejores”, y este tipo de beneficios son también, en apariencia, muy asequibles. Hay que tener en cuenta que el que “da”, no solo proporciona bienes como “dinero”, “tiempo”, “fuerzas”: proporciona, sobre todo, una actitud altruista y prosocial por la que recibe a cambio los bienes del “reconocimiento indirecto” mencionado. Quizá no todos tengan dinero para dar, pero tiempo y fuerzas sí es posible, y, sobre todo, podemos formar parte del entorno cultural que genera este tipo de actitudes, cuando se trata, por supuesto, de un altruismo genuino, bondadoso y, por tanto, humilde. Todorov en ningún momento menciona la humildad como elemento psicológico constitutivo de la caridad, a la que parece definir solo como prestación (lo que aproxima su concepción más bien al nivel de la “limosna”).

  Quizá el inconveniente del amor propio pueda ser doble: por una parte, no se quiere recibir ayuda material, por la otra, no se quiere aceptar las pautas de comportamiento del que se conduce caritativamente pese a constatarse el beneficio doble que supone (bienes materiales y psicológicos –reconocimiento indirecto).

   Todorov considera que el rechazo a la aceptación del comportamiento caritatitivo no merece crítica, lo cual supone una particular visión de las relaciones humanas, sobre todo si se tiene en cuenta que se parte del hecho cierto de que se han producido cambios en el comportamiento cultural a lo largo de la historia en lo que concierne a la aceptación pública de la necesidad del reconocimiento (el paso de una "cultura del honor" a una "cultura de la dignidad", como estamos viendo ahora).

  El autor nos expone más juicios acerca de la vida emocional del hombre abocado a “la vida en común”

En la base de todo diálogo hay un contrato de reciprocidad (…) Para escuchar lo que él me dice, debo callarme, como él lo hará a su vez, cuando sea su turno. Hay allí un ritual complejo que todos dominamos sin reflexionar sobre el mismo. Una de las maneras de bloquearlo es sorprendente: parece que basta hacerlo explícito, volverlo consciente en los dos protagonistas,  para que ya no cumpla con sus funciones tan bien como lo hacía antes.

  Algunos antropólogos han observado que en ciertas culturas tradicionales los individuos no pueden dialogar durante más de dos o tres minutos sin que con esta frecuencia un interlocutor interrumpa al otro o le haga comentarios que revelan que le está prestando atención. Una persona que escucha a otra en silencio sin interrumpirla le causaría al que habla la impresión de que su interlocutor no siente el más mínimo interés, y podría tomar tal situación como una muestra de desprecio.

El odio de alguien es su rechazo; por lo tanto, puede reforzar el sentimiento de existencia. Pero ridiculizar a alguien, no tomarlo en serio, condenarlo al silencio y a la soledad, es ir mucho más lejos: la persona se ve amenazada por la nada. 

 Hay antropólogos que consideran que tal vez el origen de la risa esté directamente originado en el desprecio y la burla. Quizá vendría mejor una humanidad una humanidad más seria.

  Todorov aborda también la cuestión de los “paliativos” al reconocimiento.

Una forma de reconocimiento sustituto consiste en mantener la ilusión de reconocimiento. (…) Imaginamos que los otros nos reconocen, mientras que esto no sucede en absoluto. (…) El despertar puede ser doloroso (…) El escritor autor de ficciones está bien protegido; crea mundos imaginarios que pueden darle las satisfacciones deseadas, pero, en principio, no se cree personaje de la novela.

Cuando se toman drogas se tiene el sentimiento de plenitud, de autosuficiencia, que permite no preocuparse ya por las reacciones de aquellos que nos rodean.

  El que Todorov señale las posibilidades de la intoxicación como medio de obtener un paliativo del reconocimiento y no añada ninguna crítica de tipo moral revela la gravedad del asunto. Una humanidad cuyos individuos profundamente subjetivos encuentran tanta dificultad para gratificarse emocionalmente podría cambiar por completo si las drogas estuvieran al alcance de cualquiera.

  El autor aborda otra posible solución que no sería un paliativo

¿Existe alguna manera de vivir el reconocimiento que escape a los inconvenientes de los paliativos? (…) Es posible admitir nuestra propia sociabilidad y, a la vez, la subjetividad del otro, aceptar al tú como semejante y al mismo tiempo complementario del yo. Podríamos designar esta modalidad con la expresión de asignación de turnos/roles. Esta fórmula significa, por una parte, que debemos esperar nuestro turno (la alternancia);  por la otra, que puede existir una repartición de roles. 

La asignación de turnos/roles no es una panacea. Acomoda nuestras necesidades de reconocimiento a la pluralidad de seres que forman la sociedad humana, pero es parcial y frágil. Partir de la necesidad de reciprocidad y de repartición es preferible a todos los paliativos contra el fracaso del reconocimiento, pues es más verdadero; sin embargo, esto no resuelve nada de manera definitiva.

  La asignación de roles no resuelve el problema porque la reciprocidad supone una especie de mercantilización del “reconocimiento”. Sin embargo, como ya se ha mencionado antes a propósito de la asimilación de necesidades “sociales” a necesidades biológicas como el hambre, este tipo de actitudes resultan reveladoras de la auténtica naturaleza de nuestra problemática. No, no es como el hambre, pero para concretar cuál es la diferencia tenemos que asumir también una descripción detallada y realista del fenómeno.

Desde el punto de vista psicológico, es verdad, egoísmo y generosidad no se oponen como la presencia o la ausencia de beneficios para el sujeto, como una preocupación por sí mismo o una preocupación por los otros; sino más bien como la elección de beneficios materiales inmediatos y limitados y la de beneficios psíquicos, indirectos pero esenciales.

  Esto nos devuelve de nuevo al asunto de la caridad, conducta prosocial por antonomasia. Si contemplamos la caridad como un mero episodio aislado dentro de una cultura basada en la idea de “dignidad”, podemos ver cómo el que recibe se rebaja ante el que da (la caridad que es equivalente a la limosna). Si lo contemplamos como un episodio aislado dentro de un entorno social complejo, entonces la plasticidad de los beneficios psíquicos de la caridad puede beneficiarnos a todos: también al que recibe, en tanto que puede llegar a formar parte de la misma realidad dentro de una cultura basada en comportamientos caritativos y no de reciprocidad. Recibo la caridad del que me auxilia, no me obsesiono por corresponderle, sino que acepto con humildad al que da por amor (hay una identidad en la benevolencia, en el “reconocimiento indirecto” que se comparte) y por consiguiente participo del mismo festín de conductas afectivas. La humildad del uno alienta la caridad del otro (principio universal de "imitación"), y ambos comparten el mismo “ethos”. Claro está que la caridad, en este caso, ya no equivale a la brutal limosna. La caridad sería algo mucho más profundo. Tanto como lo es la humildad.

   Ahora bien, ésta ya no sería tampoco una cultura basada en la “dignidad”. Recordemos que antes de la idea de “dignidad”, surgida a partir de la Ilustración, existía otro conjunto de pautas de comportamiento social, donde destacaban ideas como “honor” y donde la esclavitud estaba generalmente aceptada. Recordemos cómo Rousseau argumentaba que ”la necesidad de consideración (…) tiene una extensión sensiblemente más grande que la aspiración al honor”. Esta “necesidad de consideración” igualitaria no era otra cosa que la "dignidad", que supone una concepción humanista (y universal) que mejora sensiblemente el concepto de “honor” (solo para minorías) propio del ethos de la Antigüedad.

  Así que tal vez también existan alternativas mejores que el reparto de roles, y tal vez la “dignidad” pueda llegar a quedar, en una sociedad futura, tan desfasada como el “honor” si resulta que la “dignidad” entra en contradicción con la mucho más humanamente provechosa “caridad” (proliferación de beneficios psíquicos esenciales, propios del “reconocimiento indirecto” universal).

  Todorov no admite este escenario. Su actitud quizá es menos constructiva que eso. De hecho, desconfía del cristianismo en general, pues el cristianismo no solo crearía la alternativa del mecanismo de la caridad (que a él no le gusta) sino que también requiere del dualismo virtud/naturaleza.

Vivir en sociedad no es “superar nuestras inclinaciones” (la exigencia que Kant le destinaba a nuestras acciones morales) (…) La moral no nos obliga a combatir nuestra naturaleza, contrariamente a lo que enseñan tanto Kant como el cristianismo. 

La moral común, de origen cristiano, (…) considera el placer como la obra del Maligno (…) [Se] cree que es necesario pertenecer a la casta de los malvados, de los seres crueles y profanadores, para tener derecho al placer.

   La cristiandad, sin embargo, ha construido también la alternativa de la virtud como variedad prosocial del placer (un placer que no es de “explotación”, que no se obtiene a costa de otro). Pero la virtud no es exactamente un bien de la naturaleza, sino que más bien se trata de una cuidadosa elaboración cultural que ha necesitado de cientos de generaciones para llegar a surgir y que está lejos de haberse extendido en el mundo. En opinión de muchos, el combate contra la naturaleza humana (los instintos genéticamente heredados del hombre prehistórico) ha estado justificado y seguirá estándolo. Nadie puede negar que las prestaciones sexuales, percibir la sumisión de los demás y desahogar la agresividad en otros son fuente de placer (en unos individuos más y en otros menos). Ése es el placer del Maligno. Pero la elaboración cultural de las virtudes permite el surgimiento de placeres alternativos.

  Al fin y al cabo, ¿no está Todorov mismo reconociendo esta realidad?

Tomar conciencia de que la meta del deseo humano no es el placer sino la relación entre los hombres puede permitirnos que nos reconciliemos con situaciones que aparecerían como insatisfactorias bajo la vara de otros criterios

  Sin olvidar que, propiamente, toda motivación humana se fundamenta en el placer (que incentiva la acción), de modo que el virtuoso que opta por la relación entre los hombres en lugar del placer egoísta y destructivo, al fin y al cabo, también está optando por un tipo de placer alternativo

  Finalmente, queda un elemento último, del que no podríamos decir si se trata de un paliativo

La realización prescinde de toda comparación, es presencia pura. De esa manera se emparenta con lo bello (…) La realización es todavía más extraña al mundo animal que el reconocimiento; presupone la naturaleza social del hombre, aun cuando no se sirva de ella

El indicio que permite distinguir entre realización de uno mismo y reconocimiento, incluyendo las formas solitarias (“orgullosas”) de éste, es la presencia o la ausencia de mediación: el reconocimiento está necesariamente mediatizado por el otro, aunque sea otro anónimo, impersonal o exterior; la realización es inmediata, produce un corto circuito en el proceso de reconocimiento y contiene en sí misma su propia recompensa.

  Probablemente, la “realización” no sea algo muy distinto del “reconocimiento indirecto” ya mencionado, y que tan útil puede ser si logra asociarse a comportamientos prosociales tan explícitos como el altruismo y la caridad. Claro que, por otra parte, lo que nos está diciendo Todorov de la “realización” es que podría funcionar también de forma parecida a la de la autosuficiencia del sabio de la Antigüedad. Y si la medida de la "realización" es solo la propia satisfacción del que actúa, bien pudiera ser que algunos se consideraran “realizados” al ejecutar actos en perjuicio de otros. Actos antisociales.

  En su recorrido por lo que se sabe de la problemática humanísima de la “vida en común”, Todorov lo que reconoce es, por encima de todo, la elaboración cultural, a lo largo de la historia, de nuevas fórmulas para la convivencia. Una elaboración que no tendría por qué haber ya finalizado.

lunes, 15 de diciembre de 2014

“Historia natural del pensamiento humano”, 2014. Michael Tomasello

   El pensamiento humano es lo que somos. El doctor Michael Tomasello ha elaborado un cuidadoso estudio para darnos a conocer cómo hemos llegado a convertirnos en una especie capaz de pensar de una forma única en comparación con el resto de seres vivos.

  Desde un punto de vista científico, los seres humanos no somos los únicos que piensan. Si se considera que pensar es algo que se hace para examinar el entorno y obrar en consecuencia, tenemos que admitir que

los grandes simios parecen saber mucho más acerca de los otros como agentes intencionales de lo que se había creído previamente, y ellos todavía no han desarrollado una cultura o cognición al estilo de los humanos.

   La capacidad para interactuar con otros seres vivos a partir de una comprensión más o menos elaborada de sus pautas de comportamiento es lo que determina la existencia de una mente. Es decir, el conocimiento de los “otros” como “seres intencionales”. Al captarse la capacidad de seres semejantes para aprender de la experiencia (y debemos tener en cuenta que nosotros mismos podemos ser parte directa de la “experiencia” de otro) se produce un fenómeno “recursivo”.

Los comunicadores humanos conceptualizan situaciones y entidades mediante vehículos comunicativos externos para otras personas. Estas otras personas intentan entonces determinar por qué el comunicador piensa que estas situaciones y entidades serán relevantes para ellos. 

Lo “recursivo” implica una comprensión del fenómeno de ser comprendido, una secuencia en teoría infinita de imágenes, conceptos e ideas que se reflejan de uno a otro cerebro. Así surge la mente compleja, y también parece que es así como surge la autoconciencia. Pero este fenómeno no se produce fácilmente en la evolución humana. En los grandes simios, a pesar de su gran inteligencia, se aprecian limitaciones mentales. El estudio de estas limitaciones es la que nos señala la capacidad mental propiamente humana.

  Veamos primero cuán atinada es la inteligencia del chimpancé al observar la conducta de otros:

En una situación en la cual una constricción física forzaba a un ser humano a hacer uso de una acción inusual (por ejemplo, tenía que encender una luz con la cabeza porque sus manos estaban ocupadas sosteniendo una manta, o tenía que activar una caja de música con el pie porque sus manos estaban ocupadas con un montón de libros) los chimpancés, cuando, tras observar la escena habían de hacer uso de los interruptores, no tenían en cuenta la acción inusual y usaban sus manos normalmente. Sin embargo, cuando veían que el humano hacía la acción inusual sin la constricción física, entonces copiaban la acción inusual (…)Es decir, en el primer caso obraban de acuerdo con el razonamiento siguiente: él no está usando sus manos, pero si él pudiera elegir, usaría sus manos, luego, si, a diferencia de él, yo puedo elegir, no debo imitar su acción inusual; sin embargo, en el otro caso, en que sí tenía elección, el chimpancé piensa que el ser humano ha obrado de la forma que ha de ser correcta …y que por lo tanto conviene imitar (…) Nuestra conclusión es que en el ámbito físico, tanto como en el social, lo que hacen los grandes simios en estos estudios es pensar.

  El chimpancé comprende la situación en la que el ser humano del experimento tiene que encender la luz con la cabeza, pero veamos otro caso…

Si un simio ve a un ser humano martilleando una nuez, sabe perfectamente bien lo que éste está haciendo, pero si lo ve haciendo un movimiento con el martillo en ausencia de cualquier piedra o nuez, se queda perplejo. Para comprender los gestos icónicos, uno debe ser capaz de ver las acciones intencionales llevadas a cabo fuera de sus contextos instrumentales normales (…) Los gestos icónicos representan una especie de término medio entre la comunicación humana y la comunicación animal, un pensamiento que hace de puente entre señalar a los demás informativamente y el señalar perspectivamente en el contexto de conceptos comunes (lenguaje humano convencional). Este puente implica formas externas de representación simbólica que tienen un contenido semánticamente categorizado.

  El chimpancé no entiende la gesticulación icónica, algo que a nosotros nos parece muy elemental. Veamos otro ejemplo más, ahora comparando con la conducta de un niño de doce meses:

Un adulto (…) necesitaba un particular tipo de objeto para un juego y siempre se lo localizaba en un plato. En un momento determinado, un niño de doce meses necesitaba también uno de esos objetos, pero no encontraba ninguno. Para conseguir uno, el niño alumbraba la estrategia de señalar al adulto el plato vacío (…) Que esto no es solo una simple asociación se sugiere por el hecho de que los chimpancés, que son perfectamente capaces del aprendizaje asociativo, no hicieron ningún intento de atraer la atención del humano hacia el plato vacío (aunque fueron capaces de señalar cosas en otros contextos dentro del mismo estudio). Los niños, en cambio, comprendían que el adulto haría inferencias acerca de su disposición intencional.

  Así pues, tenemos diferencias concretas de comportamiento entre seres que poseen diversos tipos de mente. ¿Podemos averiguar algo sobre las pautas generales que las diferencian? Michael Tomasello tiene algunas teorías acerca del origen evolutivo que ha llevado a los seres humanos a desarrollar una inteligencia capaz de llevar a cabo otro tipo de interactuaciones con los propios semejantes.

En general, los humanos son capaces de coordinarse con otros de una manera en que los demás primates aparentemente no pueden para formar un “nosotros” que actúa como una especie de agente plural para crearlo todo, desde una partida de caza en común a una institución cultural.

El pensamiento humano es fundamentalmente cooperativo

   Los animales conocen la cooperación. No solo los chimpancés, también las hormigas o los lobos, pero estos seres no piensan cooperativamente. En apariencia, los humanos poseen la especificidad cognitiva de compartir los actos intencionales: hacer planes juntos, ejecutarlos juntos y extraer consecuencias a largo plazo de tales pensamientos y acciones que después trasladan al ámbito cultural (elaboran costumbres a partir del comportamiento cooperativo). Los otros animales cooperativos actúan de forma instintiva solo en base a sus intereses individuales.

  ¿Cómo se llegó hasta ese nivel? Desgraciadamente, en la historia natural del pensamiento solo podemos especular con los pasos intermedios entre uno y otro estado. Nos faltan las especies humanas primitivas, los eslabones perdidos de la evolución.

La propuesta evolutiva es que los primeros humanos – quizá el Homo Heidelbergensis hace unos 400.000 años- desarrollaron evolutivamente habilidades y motivaciones para la intencionalidad conjunta que transformaron las actividades paralelas de grupo de los grandes simios (“tú y yo estamos persiguiendo un mono en paralelo”) en auténticas actividades colaborativas (“estamos persiguiendo el mono juntos, cada uno cumpliendo un papel en la operación”). (…) También transformaron el comportamiento de atención paralela de los grande simios (“tú y yo estamos mirando la banana”) en auténtica atención conjunta (“estamos mirando juntos la banana, cada uno desde su propia perspectiva”).

   Heidelbergensis u otro similar fue el antepasado común de Sapiens y Neandertal, un ser ya muy semejante a nosotros. Pero hay que tener en cuenta algo importante: aunque estos homínidos conocieran la atención conjunta y la atención paralela, y aunque sus cerebros fueran muy parecidos a los nuestros, aún no eran completamente humanos: no hablaban, no elaboraban obras de arte, no enterraban a sus muertos, no transmitían pautas de comportamiento social mediante la cultura. Entre su mundo y el nuestro aún existía una importante diferencia cognitiva. Tomasello cree poder deducir este límite observando el comportamiento de los niños muy pequeños. Un límite parecido para ellos se encontraría entre los dos y los tres años de edad.

Hasta aproximadamente su tercer cumpleaños, las interacciones sociales de los niños entre sí son básicamente de segunda persona, no basadas en grupos (…) Ellos no comprenden cómo funcionan por completo tales cosas como el idioma, los artefactos y las normas sociales a modo de creaciones convencionales.(…) Pero alrededor de los tres años de edad, los niños ya no se limitan a seguir las normas sociales sino que comienzan a hacerlas cumplir activamente en otros (y a sentirse culpables cuando ellos mismos rompen las normas)

  "Interacciones sociales de segunda persona” son relaciones en las que se comparte la intencionalidad y se aceptan diferentes perspectivas… pero solo en las relaciones inmediatas. De todas formas, el pensamiento “de segunda persona” es un cambio fundamental que implica ya un tipo de pensamiento humano. Los grandes simios no conocen esta forma de pensar.

En algún momento los primeros humanos comenzaron a comprender su interdependencia con los otros no solo cuando la colaboración estaba sobre la marcha, sino también más generalmente: si mi mejor socio tiene hambre esta noche, yo debería ayudarle a fin de que esté en buena forma para el forrajeo de mañana.

  Los grandes simios (así como los lobos y leones que cazan en grupo) no comparten la comida: simplemente se la disputan unos a otros, tal como veremos con detalle más adelante.

El pensamiento de segunda persona de los primeros humanos tenía como objetivo resolver problemas de coordinación presentados por interacciones colaborativas directas y comunicativas con unos “otros” específicos. 

   Y aunque esto es un avance enorme a nivel mental, lo que parece faltar aquí es la idea abstracta de “comunidad de individuos”, la dimensión “colectiva” del fenómeno de la intencionalidad compartida, cuando

el individuo ya no contrasta su propia perspectiva con la de un otro específico, más bien contrasta su propia perspectiva con alguna clase de perspectiva genérica de cualquiera

La hipótesis de la intencionalidad compartida es que su proceso comprende una secuencia evolutiva de dos pasos: intencionalidad conjunta seguida por intencionalidad colectiva. En ambas transiciones el proceso en conjunto fue, a un nivel muy general, el mismo: un cambio ecológico llevó a un nuevo tipo de colaboración que requería para su coordinación alguna nueva forma de comunicación cooperativa, y entonces crearon la posibilidad de que, durante la ontogenia, los individuos pudieran construir, a lo largo de sus interacciones sociales con otros, algunas nuevas formas de representación, inferencia y automonitorización cognitiva para usarlas en su pensamiento.

   El proceso sería entonces: cooperación interpersonal sin intencionalidad compartida (los grandes simios) para pasar a la cooperación interpersonal de “segunda persona” con intencionalidad compartida (el "eslabón perdido" de los pre-humanos). El siguiente paso, la intencionalidad colectiva, se da solo a partir de un momento determinado en la evolución de la especie humana…, cientos de miles de años después de que surgieran seres humanos prácticamente idénticos a nosotros. Ésa sería, básicamente, la peculiaridad humana por excelencia, nuestro pensamiento y nuestra identidad.

  Es importante tener en cuenta que, cualquiera que fuese el origen del cambio, éste se ha preservado por medios culturales. Nosotros seguimos siendo, biológicamente, seres dotados primordialmente para la cooperación interpersonal de “segunda persona” con intencionalidad conjunta…. Es decir, no nacemos “plenamente humanos”, sino que es la cultura la que nos hace plenamente humanos.

Imaginen un escenario tipo “Señor de las moscas”. En este caso habría múltiples niños creciendo y llegando a la madurez en una isla desierta, con nadie para interactuar excepto ellos mismos. Quizás sorprendentemente, la hipótesis en este caso es que estos niños tendrían la clase de interacciones sociales necesarias para desarrollar la intencionalidad conjunta pero no la intencionalidad colectiva.

  Es decir, el Homo Heidelbergensis hace 400.000 años no había desarrollado aún esta intencionalidad colectiva. Es el asombroso fenómeno de que, muy probablemente, la intencionalidad colectiva solo aparece hace quizá unos 60.000 o 70.000 años. Recordemos las habilidades que tiene un bebé humano de doce meses y que están fuera del alcance de un chimpancé adulto. Esas habilidades serían parecidas a las de los Heidelbergensis, permitiéndoles interactuar empáticamente en pequeños grupos. Tal peculiaridad de sus mentes les llevaría también a desarrollar formas de pensamiento, de comunicación y de comportamiento social muy diferentes a las de los chimpancés. Pero no se trataría aún de nuestra capacidad moderna –prehistórica- para la intencionalidad colectiva, que es innata solo en potencia y que es culturalmente transmitida.

    En algún momento el ser humano dio nuevas respuestas a los viejos problemas y también a nuevos problemas, produciéndose un cambio en la mente.

El razonamiento de los humanos modernos enfrentó nuevos desafíos sociales debido al incremento de los tamaños del grupo acompañados por la competición entre grupos. Para la supervivencia, los grupos humanos modernos habían de comenzar operando como unidades colaborativas relativamente cohesionadas, con varias divisiones de roles de trabajo.(…) La solución fue la convencionalización de las prácticas culturales: todo el mundo se adaptaría a lo que cada uno de los demás estaría haciendo y esperaría de los otros que se adaptaran también, lo cual crearía un tipo de entorno común cultural que puede ser asumido por todos los miembros del grupo (pero no por otros grupos)

  Así, mediante mecanismos culturales, se extiende y perpetúa la capacidad humana para la “intencionalidad colectiva”. Y es entonces cuando aparece el lenguaje. Porque solo entonces se hace necesario.

Combinaciones manifiestas de símbolos, especialmente si estaban esquematizados, condujeron a la posibilidad de concebir variados pensamientos, nuevos e incluso contrafactuales, tanto como a las primeras, más bien modestas, reflexiones sobre el propio pensamiento. Entonces, con todas estas nuevas posibilidades de inferencia, estaríamos ya en el camino de desarrollar procesos de pensamiento que son realmente razonados y reflexivos.

Los individuos humanos modernos llegaron a imaginar el mundo a fin de manipularlo mediante el pensamiento con representaciones “objetivas” (la perspectiva de cualquiera), inferencias reflexivas conectadas por las razones (vinculantes para cualquiera) y autogobierno normativo a fin de coordinar con las expectativas normativas del grupo (formado por cualquiera)

Las construcciones abstractas son la principal fuente de productividad lingüística convencional, y por tanto de la productividad conceptual en el pensamiento.(…) El pensamiento metafórico o analógico demuestra el hecho de que la misma construcción tiene su propia función comunicativa 

  Tomasello y otros estudiosos especulan que el humano primitivo de “intencionalidad conjunta” (¿el Heildelbergensis?) debía de contar ya con algún tipo de forma de comunicación intermedia entre el lenguaje humano desarrollado y los gestos indicativos de los grandes simios.

Las primeras formas de comunicación cooperativa únicamente humanas fueron los gestos naturales de señalar y la pantomima usada para ayudar a otros en situaciones que fuesen relevantes para ellos.

   Los chimpancés, por ejemplo, sí saben señalar, pero no conocen la pantomima, que se basa en gestos “icónicos” (lo vimos en el caso del hombre que imitaba el uso de un martillo).

Ningún primate no humano usa gestos icónicos o vocalizaciones. Los grandes simios pueden fácilmente imitar los gestos con las manos que hacen los humanos para gesticular beber o comer, pero ellos no los hacen. De hecho, ni siquiera comprenden los signos icónicos.

  Otra cosa, por supuesto, es que los asocien al comportamiento de los humanos cuando interrelacionan con ellos. Pero asociarían el acto de comer con cualquier gesto, nunca comprenderían la relación entre la correspondiente pantomima y el acto real de comer, nadar o trepar. Carecen de esa capacidad cognitiva, de modo que pueden imitar un gesto pero no comprenderlo.

Cuando los grandes simios trabajan juntos en experimentos hay una total ausencia de comunicación intencional de cualquier clase. Cuando los monos se comunican en otros contextos, siempre se trata de directivas (…) No importa cómo sean entrenados por los humanos, los grandes simios no adquirirán un motivo para simplemente informar a otros de cosas o compartir información con ellos. Y en una comunicación estrictamente imperativa, hay poca necesidad funcional de todas las complejidades de la comunicación lingüística humana (ningún sujeto, ningún tiempo verbal, etc)

  Y es que el problema del lenguaje en los no-humanos está directamente relacionado con la propia organización social, con  el ser social dentro de sus mentes. No es solo una cuestión de forma, también lo es de contenido.

Cuando se les da una opción de comer juntos con un grupo de compañeros o comer solos, tanto los chimpancés como los bonobos prefieren comer solos (…)En general, la adquisición de comida por medio de disputas y competencia de dominio caracteriza virtualmente todas las actividades de forrajeo de las cuatro especies de grandes simios. (…) Los procesos sociales y cognitivos implicados en la caza en grupo de los chimpancés podrían potencialmente ser complejos, pero podrían ser también bastante simples (…) Cada individuo está intentando cazar un mono por su cuenta (puesto que los captores consiguen la mejor carne) y tienen en cuenta el comportamiento y quizá las intenciones de los otros chimpancés, ya que estos afectarían a sus posibilidades de captura. Añadiendo alguna complejidad, los individuos prefieren que uno de los otros cazadores capture al mono (en cuyo caso conseguirán una pequeña cantidad de carne gracias a suplicar e insistir) a la posibilidad de que el mono escape (en cuyo caso no obtendrían nada)

  Lo cual se parece mucho a la forma en que los leones y lobos cazan en manada: no comparten un objetivo, simplemente, coinciden en él.  Tampoco debemos pensar que el castor que construye una presa o la araña que teje una tela poseen una imagen planificada en sus mentes de la meta a lograr. Muy al contrario, operan en base a estímulos concretos para conseguir “metas parciales” que acaban concretándose en una presa o una red, todo por obra del instinto. El castor siente el impulso de empujar unas ramas y unas piedras, el resultado de esta acción lo incentiva a perseverar, y así sucesivamente. Se trata del resultado de millones de generaciones de herencia genética con fines adaptativos de los que el castor no puede darse cuenta,… pues carece de “mente”.

  Los humanos primitivos sí eran capaces de obrar de forma consciente. Aunque es probable que no conocieran la autoconsciencia. Ellos vivían limitados a las relaciones de intencionalidad conjunta de “segunda persona”

El pensamiento de segunda persona comprendería las representaciones cognitivas que son simbólicas y de perspectiva, las inferencias que están estructuradas recursivamente para incluir estados intencionales dentro de otros estados intencionales y la automonitorización que incorpora la evaluación social imaginada y la comprensión del socio cooperativo y comunicativo (…) Este nuevo tipo de pensamiento de segunda persona tuvo lugar sin convencionalización, cultura o lengua; nada más que compromisos sociales directos, de una a otra persona

  Así pues, la investigación llevada a cabo por Tomasello y muchos otros de sus colegas (que en absoluto está finalizada) nos revela cómo la mente humana se ha desarrollado a lo largo de costosas etapas, desde la interacción de individuos (los grandes simios) capaces de colaborar, pero no de compartir intereses, hasta la etapa intermedia que se especula que fue la de los humanos primitivos en la que se compartían intereses, pero solo en el ámbito inmediato (“segunda persona”) y finalmente, la expansión, mediante métodos culturales, de la “intencionalidad colectiva” capaz de desarrollar un lenguaje complejo, abstracciones sociales… y el sorprendente fenómeno de la autoconciencia, sin duda relacionado también con la aparición de manifestaciones artísticas, enterramientos y otros tempranos rastros arqueológicos que nunca están datados más allá de hace unos cuarenta o cincuenta mil años atrás.

   ¿Qué enseña esto al hombre de hoy? Nos enseña, tal vez, que existen límites cognitivos firmemente establecidos en nuestras mentes como consecuencia de la evolución que las ha generado, pero nos enseña asimismo que, por una parte, la mente no es un mero instrumento, sino que ésta también condiciona nuestras aspiraciones, que no pueden ser ya las de nuestros antepasados, y nos demuestra la complejidad del proceso cultural que, casi milagrosamente, acabó dando lugar a nuestra propia mente. Nacimos con capacidad para pensar, una capacidad de la que durante cientos de miles de años no hicimos uso, hasta que, de alguna forma, un sensible cambio tuvo lugar y aprendimos a pensar. A partir de ese momento nos hemos transmitido tal capacidad mediante la cultura.

  En nuestros genes no están ni la autoconciencia, ni el arte, ni las abstracciones sociales, ni el lenguaje complejo que el Heidelbergensis, prácticamente idéntico a nosotros genéticamente, desconocía. Este humano primitivo contaba con la mera posibilidad de que tales propiedades de la mente llegasen a existir, pero recordemos los casos de los “niños salvajes” que al desconocer la cultura en su infancia tampoco pueden llegar a desarrollarla. Lo que existe en nuestros genes es la potencialidad de que tales habilidades lleguen a desarrollarse.

  Podemos imaginar a los Homo Sapiens de hace 100.000 años (no a los de hace 30.000 años) como grandes comunidades de “niños salvajes” incapaces de aprender a hablar y a pensar como nosotros, incapaces de desarrollar la “intencionalidad compartida colectiva” (el escenario tipo “Señor de las Moscas”).

  ¿Quién les enseñó? Evidentemente, ellos mismos, ayudados quizá por alguna mínima mutación genética que probablemente fue consecuencia de un “cuello de botella” genético: una disminución brusca del número de pobladores que forzó combinaciones aleatorias más extremas en el genoma. La cultura permitió que las peculiaridades de las nuevas pautas de comportamiento se transmitieran y se enriquecieran a lo largo de generaciones: los seres humanos aprendieron a pensar. Todavía hoy la capacidad de pensar es más aguda entre los pueblos con culturas ricas que entre los pueblos de culturas orales, más aisladas y pobres.

  Si nos esperan cambios cognitivos futuros, debemos tener eso en cuenta. Potencialmente, podemos vernos reducidos al mundo limitado de la “intencionalidad compartida de segunda persona” si la cultura se empobrece hasta límites previos a la prehistoria misma. Pero también podría darse un enriquecimiento futuro. Aunque ya no habrá más mutaciones genéticas espontáneas, la capacidad tecnológica abre asombrosos caminos para la mejora de la mente mediante la intervención directa en la capacidad cognitiva del cerebro (aparte de la posibilidad de la inteligencia artificial). Quedaría ver si vamos o no a disponer de una cultura capaz de asumir tales desafíos.

martes, 9 de diciembre de 2014

“La ciudad de Dios”, 426. Agustín de Hipona

  Agustín de Hipona señala en cierto modo el final de la filosofía como tal durante mil años en Occidente. En adelante, todos serán teólogos. Sorprende lo semejante que es la ortodoxia católica de este autor del siglo V a la de quienes vendrán a lo largo de los siglos posteriores. Es en la época de Agustín cuando se consolida una visión del mundo, y esto podemos juzgarlo de dos formas: como catástrofe accidental que deja interrumpida durante mil años la evolución humanista del pensamiento o bien como periodo necesario “de aclimatación” en esta evolución. Y en el segundo caso tendríamos que evaluar por qué se prolonga tanto esta etapa. Qué hay en ello de fundamental. Por qué surge.

  Cuando Agustín escribe "La ciudad de Dios", el cristianismo ha triunfado en el Imperio Romano y ya es la religión oficial. Subsisten residuos de paganismo e incluso de un incipiente escepticismo filosófico que será entonces destruido en su raíz, pero en su “Ciudad de Dios”, Agustín sobre todo se enfrenta, más que a los escépticos, a los otros teístas, al pensamiento teológico precristiano (platonismo y neoplatonismo) cuya existencia previa ha creado la base de pensamiento y emoción religiosos sobre la cual ha sido aceptado el cristianismo.

Se trata nada menos que de discutir contra los filósofos, y no unos filósofos cualesquiera, sino los que gozan ante ellos de la más encumbrada fama, y que están de acuerdo con nosotros en muchos puntos; por ejemplo, la inmortalidad del alma, la creación del mundo por el verdadero Dios, la Providencia divina, gobernadora de todo lo creado. Pero como deben quedar también refutados aquellos puntos en que disienten de nosotros, tomaremos esto como un deber ineludible, de forma que se resuelvan, con la ayuda de Dios, las objeciones contra la religión y luego dejemos firmemente asentada la ciudad de Dios, la verdadera religiosidad y el culto divino, en el cual únicamente se halla la verídica promesa de la felicidad eterna.

  La ortodoxia católica que Agustín representa y que dominará Europa mil años es una curiosa amalgama de filosofía teológica y devoción popular. Los platónicos eran unos teístas intelectualmente sólidos hasta cierto punto pero los cristianos contaban con una gran ventaja sobre ellos: habían seducido a las masas, no solo a una minoría intelectual.

Filósofos bien conocidos (…) se nos enfrentan en relación con la resurrección de la carne, que niegan rotundamente. En cambio, son tantos los que la creen que achicaron el número de los que la niegan, y cultos e indoctos, sabios del mundo e ignorantes, se convirtieron con fiel corazón a Cristo, que demostró en su resurrección lo que a aquéllos les parece un absurdo. 

  Lo que propone Agustín es irracional: el Dios cristiano existe porque tanto los sabios como los ignorantes lo creen así y porque el milagro de la resurrección de Cristo es la prueba empírica de ello. (Hay que precisar que los platónicos sí creían en la inmortalidad del alma, pero no en la de los cuerpos… y hablaban poco de milagros, prefiriendo las demostraciones metafísicas).

  Agustín no profundiza en los motivos reales por el que las masas populares del Imperio han aceptado el cristianismo, aunque en su obra tales motivos pueden rastrearse. En cualquier caso, la demostración “empírica” de la existencia de Dios por la resurrección de Cristo cuatrocientos años antes no tiene sentido desde el momento en que Agustín admite la existencia de todo tipo de prodigios tanto cristianos como no cristianos… Se limita a precisar que los prodigios divinos son de mayor calidad que los demoniacos.

Si los impuros demonios son capaces de estas cosas, ¡cuánto mayor será la potencia de los santos ángeles, cuánto mayor a todos ellos el de Dios, creador de los mismos ángeles, autores de tales maravillas!

Todas las maravillas de los magos (…) se deben a las doctrinas y obras de los demonios. 

No pueden en modo alguno compararse los milagros que pretenden haberse realizado en sus templos con los milagros que se realizan en los templos de nuestros mártires. Y si tuvieran alguna semejanza, esos sus dioses quedarían superados por nuestros mártires, como lo fueron los magos del faraón por Moisés

  Agustín vive en un mundo “milagrero” donde ángeles y demonios hacen acto de presencia continuamente, y la superioridad de Dios sobre tales entidades es meramente de grado (igual que sucedió con la superioridad de los milagros de Moisés frente a los de los magos del faraón). Por lo tanto, cualquier pagano podría devolverle el argumento aduciendo que, desde su punto de vista y en base a los testimonios que él escoja, los milagros de sus templos son mejores que los de los cristianos. Desde un punto de vista actual, el enfrentamiento no tiene sentido.

  En cuanto a los escépticos en general, que eran entonces pocos pero que se hacían respetar mucho, pues la base de sus convicciones estaba en su inteligencia y su honestidad, a estos Agustín les opone la existencia de los prodigios reconocidos, de lo inexplicable en la naturaleza:

Veía, en efecto, cómo un aro de hierro era atraído y quedaba suspendido de la piedra. Luego, como si le comunicase al hierro su fuerza de atracción, haciéndola común con él, este anillo acercado a otro lo dejó también suspendido de él, como el primero de la piedra; y así con un tercero y con un cuarto anillo. (…) Cuando les anunciamos a los infieles los milagros pasados o futuros y se los presentamos como no objeto de experiencia inmediata para ellos, nos exigen una explicación racional; al no poder dársela (sobrepasan la capacidad de la humana inteligencia), tienen por falsas nuestras afirmaciones. Pues bien, ellos nos deberían dar explicación de tantas maravillas como vemos o podemos ver. Si comprueban que esto sobrepasa la capacidad humana, reconozcan que no porque la razón sea incapaz de dar una explicación vamos a negar que algo ha existido o existirá.  (…)Se da el caso de que en Capadocia las yeguas quedan fecundadas por el viento, y sus crías no viven más de tres años.

  Por supuesto, las yeguas no quedan fecundadas por el viento, aunque sí que existe el magnetismo. Ante lo inexplicable, el hombre del siglo V no puede reaccionar como el hombre actual, no está en igualdad de condiciones

Nos suelen responder: «Se trata de fuerzas de la naturaleza, su naturaleza es así, son efectos de sus propias naturalezas». Luego toda la explicación de que la sal de Agrigento se diluya con la llama y crepite con el agua reside en que así es su naturaleza. Y, sin embargo, esto parece más bien contra la naturaleza, que le dio al agua, no al fuego, la propiedad de disolver la sal, y de tostarla al fuego, y no al agua. Pero -replican ellos- precisamente la propiedad de esta sal es el experimentar efectos contrarios a las otras.(…) Pero dado que Dios es el autor de toda naturaleza, ¿por qué rehúsan que les demos una razón más poderosa cuando se niegan a creer en algo por imposible, y al pedirnos una explicación, les respondemos que tal es la voluntad de Dios todopoderoso? 

  Tales argumentos falaces se sostienen durante mil años por un motivo muy sólido: porque la humanidad necesita aferrarse a alguna certeza.

Es increíble que Cristo resucitase en su cuerpo y que subiera con ese cuerpo al cielo; es increíble que el mundo haya creído una cosa tan increíble; es increíble también que hombres desconocidos, de ínfima calidad, en número tan reducido, hayan podido persuadir tan eficazmente de cosa tan increíble al mundo, incluso a sus sabios. De las tres cosas increíbles, estos filósofos con quienes discutimos no quieren admitir la primera; la segunda se ven forzados a verla; y no descubrirán cómo se ha realizado si no creen la tercera. 

     A Agustín, como a todos los predicadores teístas, le gustaría que su verdad fuera aceptada por la solidez de sus argumentos y por la evidencia de sus milagros, pero nosotros sabemos que, en lo que se refiere a las creencias religiosas, nunca ha sido así.

  Ciertamente, unos pocos hombres han persuadido a las masas. Ciertamente, el cristianismo a finales del siglo III ya tiene una fuerza irresistible.  Pero nada de esto se ha producido por la solidez de sus argumentos, que son falaces, ni por la evidencia de los milagros, los cuales de todas formas se considera que abundan, tanto si son atribuídos a Dios, como si lo son a los demonios, magos o brujos.

   ¿Podemos nosotros aventurar cómo entonces fue posible que hombres desconocidos, de ínfima calidad, en número tan reducido, hayan podido persuadir tan eficazmente de cosa tan increíble al mundo, incluso a sus sabios ?¿Qué había de especial en ellos, en lo que predicaban y en cómo lo predicaban, que, en efecto, persuadió ”al mundo”?

  Para empezar, podemos darnos cuenta de que los sabios, acostumbrados a los complejos argumentos teológicos, eligieron creer en los de los Agustín y otros “doctores de la Iglesia” sencillamente porque las masas ya habían elegido antes que ellos: los sabios se limitaron a no resistirse a dejarse llevar por el éxito seguro de la doctrina que, al convencer a las masas, también convenció a los dirigentes políticos como Constantino, un siglo antes de Agustín.

   Fue, pues, la sociedad romana la que eligió el cristianismo de entre la amplia oferta de doctrinas religiosas que constantemente renovaban la vida espiritual de la época.

Los adoradores y amigos de estos dioses, de cuyos crímenes y vilezas tienen a gala el ser imitadores, en absoluto se preocupan de poner remedio al estado tan lamentable de infamias de su Patria. Con tal que se mantenga en pie -dicen ellos-, con tal que esté floreciente y oronda por sus riquezas, gloriosa por sus victorias o -lo que es más acertado- en una paz estable, ¿qué nos importa lo demás? Esto es lo que más nos importa: que todos aumenten sus riquezas y se dé abasto a los diarios despilfarros, con los que el más poderoso pueda tener sujeto al más débil; que los pobres buscando llenar su vientre estén pendientes de complacer a los ricos, y que bajo su protección disfruten de una pacífica ociosidad; que los ricos abusen de los pobres, engrosando con ellos sus clientelas al servicio de su propio fasto

  Ya encontramos aquí algo que no se encuentra en Platón, ni en Séneca, ni en Aristóteles. Algo que distancia al cristianismo de la vieja religión de los numerosos dioses: el contenido social.

¿Me responderán que la dominación romana no se habría podido dilatar tan a lo largo y a lo ancho de la geografía, ni extender su gloria tan brillante, de no haber sido por las continuas guerras, en constante sucesión unas de otras? ¡Hermosa razón! ¿Es que para que un imperio sea grande deberá vivir sin paz?

Para un mayor bienestar de los hombres, no existirían más que pequeños Estados satisfechos de su mutua vecindad y concordia. Así el mundo sería, con un gran número de Estados de distintos pueblos, como una ciudad con numerosas casas y sus vecinos.

La diversidad de lenguas, causa de distanciamiento de un hombre con otro hombre. (…)Hasta tal punto esto es así, que más a gusto está un hombre con su perro que con otro hombre extranjero.

  Y aquí tenemos más: se duda de la justificación tradicional de la paz romana por obra de la gloria de sus legiones. Se considera una maldición la diferenciación entre pueblos y lenguas diferentes al mismo tiempo que se desprecia el imperialismo creado mediante la fuerza. Se trata de un idealismo político universalista y pacifista, hasta entonces desconocido, que incluso, si bien admite la necesidad de la justa violencia del Estado en la defensa del interés común, admite también criterios humanitarios de contención:

Ninguna potestad o derecho militar obliga a los cristianos a aniquilar al enemigo vencido.

  Pero nada de eso puede sustentarse sin una pauta general para la vida humana privada, sin un ethos, y éste se concreta en un ideal de vida pacífica y amable, asequible a cualquier hombre

De mediana posición, se basta con su fortuna, aunque pequeña y ajustada; los suyos lo quieren mucho, disfruta de una paz envidiable con sus parientes, vecinos y amigos; es profundamente religioso, de gran afabilidad, sano de cuerpo, moderado y casto en sus costumbres; vive con la conciencia tranquila. (…) El hombre honrado, aunque esté sometido a servidumbre, es libre. En cambio, el malvado, aunque sea rey, es esclavo, y no de un hombre, sino de tantos dueños como vicios tenga.

  Este ideal humano, presentido en cierta forma por los estoicos, ahora toma una forma popular, social y fraterna. Porque los estoicos idealizaban la soledad e imperturbabilidad del sabio.

Si otros, con tanto más desaforada cuanto extraña vanidad, llegan a amar en sí mismos el no sentirse levantados o excitados, doblegados o inclinados por ningún afecto, en ese caso llegan más bien a despojarse de su humanidad que a conseguir verdadera tranquilidad. La dureza no es rectitud ni es salud la insensibilidad.

   De lo que se colige un juicio rotundo:

El origen de todo pecado es la soberbia

  Y una visión lúcida de la doblez de la naturaleza humana, por la que se hace necesario tanto el reconocimiento del pecado como la presencia auxiliadora de la Iglesia (congregación de creyentes):

Ninguna raza hay tan sociable por naturaleza, y tan dada a la discordia en su degradación

A nosotros la verdadera religión nos manda no ceder a la ira, sino más bien oponerle resistencia

La verdadera religión nos ordena deponer todo movimiento del corazón e ímpetu de la mente, todas las agitaciones y tempestades del ánimo

   En la lucha contra el mal existe algo más aparte de diferenciar entre cívicos e infractores en tanto que obstáculos al bien común. Se trata de señalar la raíz psicológica del comportamiento antisocial

Es fácil que quien se complace excesivamente en la gloria de los hombres sienta también con ardor el deseo de dominio. 

El césar Nerón, cuya lujuria fue tan corrompida que de él nadie parecía temer arranque alguno viril; y su crueldad fue tal que, de no haberlo conocido, nadie creería en él un solo rasgo afeminado.

  En la condena de la psicología del cruel tirano encontramos una peculiaridad notable: Nerón es despreciado por su “lujuria corrompida” de “afeminado”… y sin embargo se identifica la crueldad con un rasgo de masculinidad. ¿Cómo es posible? En la Antigüedad, las cualidades femeninas eran despreciadas y las masculinas alabadas. Y ahora San Agustín asocia la crueldad del corrompido a una muestra despreciable de masculinidad. Esto quiere decir que si Nerón hubiera sido un auténtico afeminado hubiera merecido menor condena porque como completo afeminado no habría sido tan cruel. ¿No pone esto la virilidad en entredicho, del mismo modo que se ha hecho ya con la gloria militar y con la imperturbabilidad del sabio?

  Esta identificación psicológica del mal en el hombre es vital en una religión como la del cristianismo, donde existe un alma culpable que puede conocer el arrepentimiento.

Era preciso afirmar y consagrar el número de los mártires, esto es, de los testigos de la verdad, para demostrar por ellos que es preciso soportar todos los males temporales por la fidelidad a la religión y la exaltación de la verdad.

  Los mártires son otra peculiaridad del cristianismo. Una heroína trágica griega podía sacrificarse (Alcestis, Ifigenia, Antígona: siempre eran mujeres) pero no era objeto de culto divino. Para los cristianos, el héroe –el mártir- no lucha, se resigna valerosamente al sacrificio, se comporta como una mujer virtuosa. Y se le rinde culto.

  Y todo esto, ¿con qué objeto? Para la vida eterna, por supuesto… Pero la vida eterna se ofrece también como modelo para esta tierra, dentro de la comunidad de creyentes, en la “ciudad de Dios”.

La vida feliz y a la vez eterna tendrá un amor y un gozo no sólo recto, sino también seguro, sin temor ni dolor alguno. Así ya aparece cómo deben ser en esta peregrinación los ciudadanos de la ciudad de Dios, viviendo según el espíritu, no según la carne, es decir, según Dios, no según el hombre, y cómo han de ser también en aquella inmortalidad a la que caminan.

  Quizá podamos determinar que la formulación moral que sedujo a la Antigüedad fue una especie de feminización de la vida social con el fin de alcanzar un ideal de paz, armonía y fraternidad. Pero esta formulación está también plagada de inconsistencias

No deja de haber pecado en desear lo que prohíbe la ley de Dios, absteniéndose de ello por el temor de la pena, no por amor a la justicia.

  Ciertamente, el hombre virtuoso debe elegir el bien, no verse forzado a él bajo amenaza. Pero, entonces, ¿cuál es el sentido de la reiterada proclamación de las atroces torturas que esperan al pecador en el más allá?

Dicen [que a los pecadores] Dios los indultará por los ruegos de sus santos, quienes orarán tanto más insistentemente por sus enemigos cuanto son más santos, y su oración es ahora mucho más eficaz y digna de ser por Dios escuchada, puesto que están exentos de todo pecado (…)[pero] la Iglesia (…) no rogará por los hombres condenados al fuego eterno, a pesar de que su santidad será ya perfecta. Si en la actualidad ora por aquellos que tiene como enemigos entre los hombres, lo hace porque es tiempo de penitencia fructuosa. (…)Cierto que la oración de la misma Iglesia o de otras personas piadosas es escuchada en favor de algunos difuntos; pero lo es en favor de aquellos regenerados en Cristo, cuya vida, durante el período corporal, no ha sido tan desordenada que se les considere indignos de una tal misericordia

   Así pues, el castigo definitivo es tremendo e inapelable, sin misericordia, a pesar de la blandura de la santidad que implica el amor a los enemigos (ya sin validez en el más allá). ¿Cómo no temer entonces la pena y obrar en base a este temor? Si el temor a la pena no es deseable como motivación, ¿por qué se enfatiza tanto su violencia?

   Más inconsistencias: Dios es amor, pero a Abraham se le ordenó cometer un asesinato brutal y gratuito.

Ciertamente no podía creer Abrahán que Dios se deleitara con víctimas humanas; pero al dejarse oír el precepto divino, es preciso obedecer, no disputar. 

  Así pues, no siempre hay una conexión inteligible entre la razón de la verdad y la sinrazón de Dios. Si Dios es justo pero a nosotros no nos toca examinar su justicia ¿de qué nos sirve el que sea o no justo de acuerdo con la filosofía y la razón? Nos dicen que es justo, eso es todo. Y hemos de obedecer, como Abraham y Job hicieron, eso es todo. Esto no es diferente del fatalismo irracional de los antiguos dioses paganos y sus abundantes demonios.

  Igualmente, se justifica la violencia del Estado por el bien común (en esta tierra).

Quien mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron, ni mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos por Dios, han llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública autoridad, y ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio de la razón más justa, han dado muerte a reos de crímenes.

  Y por si la crueldad del castigo en el infierno y la dureza de las leyes civiles en la vida mortal no fueran suficiente, no hemos de perder tampoco de vista que, al fin y al cabo, todas las injusticias y sufrimientos crueles en el mundo, si existen es por voluntad de Dios, y que, además, muchos pecados quedarán impunes en esta vida… también por voluntad de Dios. Otros no, según. Volvemos a lo mismo: no podemos juzgar al juez. Ni tampoco comprender sus sentencias.

Dios, en la misma distribución de bienes y males, hace más patente con frecuencia su intervención. En efecto, si ahora castigase cualquier pecado con penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el último juicio. Al contrario, si ahora dejase impunes todos los pecados, creeríamos que no existe la Providencia divina.

  Platón y Aristóteles lo arreglaban aduciendo, simplemente, que el bien procede de Dios y el mal no (y si te toca el mal, pues mala suerte). Pero ahora el mal también procede de Dios, ya que es omnipotente.

Si los demonios tienen algún poder en este mundo, se reduce a los límites señalados por una secreta y libre decisión del Todopoderoso. 

  Agustín sin duda presiente el origen de todas las herejías y el propio fin de Dios. Porque la revelación divina (milagros) y la autoridad de la Iglesia (sostenida por la autoridad política) no son suficiente para satisfacer a los sabios ante tanta inconsistencia. Pese a contar –dice- con la revelación, Agustín no rechaza la filosofía. Si lo hiciera perdería crédito.  De sobra sabe Agustín que el sabio no se conforma con lo que se conforman las masas. Y de sobra sabe que los milagros no suponen evidencia alguna. Agustín tiene que ofrecer sus argumentos racionales a los hombres de su tiempo, igual que el mismo Jesús predicaba también apelando a las razones.

Una cosa es lo que el sentido carnal, flaco como es, rehúye por miedo, y otra distinta las victorias logradas por el espíritu tras una reflexión profunda y minuciosa. 

  Al relacionar lo espiritual con la reflexión minuciosa, lo que Agustín hace involuntariamente es abrir el camino a todas las herejías. Los que reflexionen profunda y minuciosamente no siempre aceptarán la ortodoxia al enfrentarse a las inconsistencias. Se diría que hubiera sido mejor para la fe, entonces, negar la reflexión profunda. Pero Agustín no puede hacerlo, porque el mundo ya no puede volver atrás a las viejas teologías de Babilonia y Egipto, poderosas en simbolismo y ritual, pero vacías de doctrina…

  Al negarse la duda (la fe surge de la certeza inefable) pero aceptarse la reflexión y la búsqueda de la sabiduría, el cristianismo se dispone a afrontar siglos de contradicciones y controversias. ¿Será tiempo ganado?

Examinemos la famosa diferencia que Varrón señala como característica de los neoacadémicos. Para ellos nada se sabe con certeza. Pues bien, la ciudad de Dios repudia una tal duda como una falta de sentido. Asegura la más firme certeza en el conocimiento de las realidades captadas por la inteligencia y la razón, cuyos límites, no obstante, reconoce a causa del cuerpo corruptible, que es lastre del alma

    Así pues, se apuesta porque la reflexión profunda, la inteligencia y la razón, la discusión con los filósofos, la interpretación de las Escrituras no harán más que asentar la necesaria certeza. Agustín tenía que saber que esa apuesta no puede ganarse. Pero, en cualquier caso, interpreta correctamente el deseo de las masas, de la sociedad que aspira a la virtud, la perfección y la salvación.

   Y eso cuenta tanto para el intelectual refinado, pero mortal al fin, como para las masas de desposeídos

Sólo aprovecha la ciencia cuando está animada por la caridad; sin ésta, la ciencia hincha, es decir, levanta a la soberbia de la hinchazón más vacía.

Conoceremos a Dios tan claramente, que lo veremos en espíritu cada uno de nosotros, lo veremos en los demás, lo veremos en sí mismo, lo veremos en el cielo nuevo y en la tierra nueva, y lo mismo en toda criatura entonces existente; lo veremos también presente en todo cuerpo con los ojos del cuerpo, adondequiera que se dirijan y alcancen esos ojos del cuerpo espiritual.  Asimismo, nuestros pensamientos estarán patentes para unos y otros mutuamente. 

El eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?

  La viveza de este deseo, formulado en esta forma ortodoxa, logrará perdurar durante más de mil años y, de paso, conquistará todo el planeta.

lunes, 1 de diciembre de 2014

“Arqueología de la mente”, 1996. Steven Mithen

  Los animales son inteligentes porque son capaces de resolver problemas. Pero los seres humanos somos más inteligentes que ellos puesto que podemos resolver problemas más complejos. Ahora bien ¿se trata de una cuestión simplemente de grado, o hay algo en la inteligencia humana completamente distinto de lo que existe en la mente de los animales, algo que nos haría únicos?

  Según los especialistas, cuando hablamos de “inteligencia” podemos estar refiriéndonos a cualidades intelectuales de tipo muy variado que han llegado a sucederse evolutivamente en los seres vivos a lo largo de millones de años.

Las ventajas selectivas en el curso de la evolución de la mente han conocido oscilaciones, desde aquellos individuos con una inteligencia especializada, en forma de módulos sólidamente implantados en la mente, hace 56 millones de años, hasta los individuos con inteligencia general hace 35 millones de años

   La “inteligencia especializada” podría ser también la de cualquier electrodoméstico, como cuando éste, al detectar una avería, hace que se encienda un piloto rojo. La “inteligencia general”, en cambio, tiene que ver con el aprendizaje: se crean nuevas pautas de comportamiento para solucionar problemas a partir de la experiencia. Eso puede hacerlo un ratón de laboratorio (y ciertos programas informáticos avanzados). Pero no lo hace tan bien una hormiga. Y no todos los animales son inteligentes de la misma forma.

  Steven Mithen, en su libro, se fija sobre todo en la inteligencia de los “grandes simios”. Aparte del ser humano, ningún animal parece tan inteligente como el chimpancé, nuestro primo, descendiente de un antepasado común que comparte con el ser humano y que se calcula que vivió hace seis millones de años.

   Junto con la “inteligencia general”, que le permite un cierto grado de aprendizaje, el chimpancé cuenta asimismo con diversas áreas de inteligencia especializada muy complejas.

La inteligencia general se ha visto complementada con inteligencias especializadas múltiples, dedicadas cada una de ellas a un área específica de conducta, y funcionando aisladamente unas de otras

  Entre estas inteligencias especializadas compartidas por humanos y grandes simios se encuentran la inteligencia social, la inteligencia de historia natural y la inteligencia técnica.

Los dos elementos centrales de la inteligencia social son la posesión de un amplio conocimiento social sobre otros individuos con el fin de saber quiénes son los amigos y aliados, y la capacidad de inferir los estados mentales de esos individuos.

La inteligencia de historia natural (…) [consiste en] un grupo de módulos mentales responsables de la elaboración de amplias bases de datos mentales relativos a la distribución de recursos

La inteligencia técnica (…) contendría los módulos mentales para la fabricación y manipulación de útiles de piedra y de madera, incluyendo artefactos para lanzar a distancia

   A diferencia del chimpancé y a diferencia de los “eslabones perdidos” del género “Homo”, el ser humano moderno es capaz de integrar todas estas inteligencias especializadas hasta alcanzar un grado de “inteligencia fluida”.

Sabemos que la combinación de pensamientos y conocimientos de las distintas inteligencias especializadas es posible y que este hecho tiene consecuencias importantes para la naturaleza de la mente. (…) La experiencia ganada en un área de conducta puede ahora influir en la de otra. Ya no existen áreas diferenciadas de conducta. Y aparecen formas de pensar, temas sobre los que pensar y clases de comportamiento totalmente nuevas. La mente adquiere no sólo la capacidad sino también una pasión positiva por la metáfora y la analogía.(…) Los pensamientos y los conocimientos generados por las inteligencias especializadas ahora pueden fluir libremente por la mente (…)Cuando los pensamientos originados en las distintas áreas consiguen unirse, el resultado es una capacidad casi ilimitada para la imaginación. Así que hay que entender las mentes de [esta] fase como estructuras poseedoras de una «fluidez cognitiva».

Los chimpancés suelen comportarse de forma muy parecida a los humanos, sobre todo cuando los humanos les enseñan y estimulan a hacer útiles, a pintar o a valerse de símbolos. Todo ello nos lleva a pensar que la mente chimpancé y la mente humana son en esencia la misma, sólo que la de los humanos modernos sería más poderosa debido a un cerebro mayor, lo que abre la posibilidad de un uso más complejo de útiles y símbolos. Pero la evolución de la mente demuestra que esta analogía es una falacia: la arquitectura cognitiva de la mente del chimpancé y la de la mente moderna son fundamentalmente distintas.

  Puesto que la mente humana y la del gran simio son diferentes, una buena forma de rastrear el origen de esta diferencia es clarificar qué características tenía la inteligencia de los humanos (o “prehumanos”) primitivos.

Hoy ya son muchos los arqueólogos que están convencidos de que ha llegado el momento de superar el estadio de las preguntas acerca de cómo eran y actuaban aquellos antepasados, para pasar a plantear qué es lo que pasaba por sus mentes. Ha llegado la hora de la "arqueología cognitiva"

   Se pueden hacer dos subdivisiones en general del desarrollo evolutivo de las mentes de nuestros antepasados directos:

Hubo dos grandes expansiones repentinas del cerebro, una hace entre 2 y 1,5 millones de años, relacionada al parecer con la aparición de Homo habilis, y otra menos pronunciada hace entre 500 000 y 200 000 años. Los arqueólogos suelen vincular la primera al desarrollo de la producción de útiles, pero en cambio no logran descubrir ningún cambio importante en la naturaleza del registro arqueológico susceptible de ser correlacionado con el segundo periodo de expansión cerebral.

  Estos seres (Homo habilis, Homo erectus, Homo heidelbergensis, Homo Neandertal…) han dejado tras de sí algunos esqueletos y ciertos útiles que fabricaban. ¿Sería propio preguntarnos en qué momento dejaron de ser “animales” para convertirse en “humanos”? Según Mithen, tal vez sí, a partir del momento en que tuvo lugar

una explosión cultural ocurrida hace entre 60 000 y 30 000 años, cuando surgieron las primeras manifestaciones de arte, de tecnología avanzada y de religión.

  Lo asombroso es que antes de esa época, Homo sapiens era fisiológicamente igual al ser humano actual. Su cuerpo, su cerebro, su ADN eran prácticamente los mismos, y sin embargo, el cambio decisivo no había llegado a darse aún.

Los tres procesos cognitivos fundamentales para crear arte —concepción mental de una imagen, comunicación deliberada y atribución de significado— estaban los tres presentes en la mente del humano primitivo. Se encontraban en las áreas de la inteligencia técnica, social y de la historia natural, respectivamente. Pero la creación y uso de símbolos visuales requiere un funcionamiento conjunto «armonioso y sin fisuras”, lo cual exige «una transversalidad de los vínculos entre las distintas áreas». Y el resultado sería una «explosión cultural» 

Tanto en el desarrollo (infantil) como en la evolución (de la especie humana), la mente humana sufre o ha sufrido una transformación, pasando de ser una mente constituida por una serie de áreas cognitivas relativamente independientes a ser una mente donde las ideas, maneras de pensar y el conocimiento fluyen libremente entre las distintas áreas. 

  Cualquiera que fuese el desencadenante que llevó a un cambio tan formidable, sin duda éste debió de incluir también la aparición de la tan valorada “autoconsciencia”

La consciencia evolucionó como un dispositivo cognitivo que permitía a un individuo predecir el comportamiento social de otros miembros de su grupo. (…)En algún momento de nuestro pasado evolutivo se hizo posible hurgar en nuestros propios pensamientos y sentimientos, y preguntarnos a nosotros mismos cómo nos comportaríamos en tal o cual situación ficticia. En otras palabras, la consciencia evolucionó como parte de la inteligencia social.

La invasión de la inteligencia social por parte de la información no social habría provocado una «explosión cultural (…) Si, a través del mecanismo del lenguaje, la inteligencia social empieza a verse invadida por información no social, el mundo no social se hace accesible a la exploración de la consciencia reflexiva. (…)Los humanos primitivos no carecían totalmente de consciencia; lo que pasa es que se restringía a su ámbito más propio, el de la inteligencia social. 

  Resulta curioso que el arte no parece más que una secuela de la intrincada vida psicológica introspectiva del ser humano. El arte en sí no obedece a ninguna utilidad, ni tan siquiera para mejorar la vida social, pero está relacionado con otras habilidades propiamente humanas de las más productivas

Puede decirse que la ciencia, como el arte y la religión, es un producto de la fluidez cognitiva. Depende y descansa en procesos psicológicos que originariamente evolucionaron en áreas cognitivas especializadas y emergieron solamente cuando aquellos procesos pudieron trabajar conjuntamente. La fluidez cognitiva hizo posible el desarrollo de la tecnología capaz de resolver problemas y almacenar información. Y, lo que es quizá más importante, posibilitó el uso de poderosas metáforas y analogías sin las cuales la ciencia no habría existido

Entre los humanos modernos la analogía y la metáfora están presentes en todos los aspectos de nuestro pensamiento y están en el corazón del arte, la religión y la ciencia.(...) El uso de la metáfora y de la analogía en sus diversas formas es el rasgo más significativo de la mente humana. 

  Ahora que nos encontramos ante nuevas fronteras del desarrollo humano futuro (que podemos traspasar o bien con ayuda de la tecnología de mejora genética o bien por el desarrollo de la inteligencia artificial no humana) es cuando cabe preguntarse si esta relación entre mente autoconsciente, arte y religión podrá seguir siendo necesaria. Identificamos a la autoconsciencia con el valor esencial de la vida humana (su individualidad) y debemos a la religión (muy probablemente) buena parte del desarrollo social moderno, pero hay quien juzga que la autoconsciencia no es imprescindible para el desarrollo de una inteligencia más eficiente y se diría que las religiones ya no van a ser útiles en una sociedad regida por criterios estrictamente científicos.

   En cuanto al arte…

El registro arqueológico demuestra que el arte de la Edad de la Piedra no es el producto de unas circunstancias confortables, de cuando la gente tiene tiempo en sus manos, sino que habitualmente se producía cuando la gente vivía en condiciones de gran tensión. El florecimiento del arte paleolítico en Europa se desarrolló en un momento en que las condiciones medioambientales eran extremadamente duras, en torno al punto álgido de la última glaciación

  Por lo que en circunstancias de prosperidad y armonía el arte puede resultar innecesario…

  Sin embargo, si pensamos en las actividades humanas innecesarias, se diría que tampoco la misma búsqueda de conocimiento parece estar  relacionada, en un principio, con solucionar cuestiones prácticas.

El antropólogo Brent Berlín ha demostrado, por ejemplo, que entre los mayas tzeltal de México y los jíbaros aguarana de Perú, más de una tercera parte de las plantas a las que han dado nombre no tienen uso social ni económico alguno, y tampoco son venenosas o nocivas. Pero pese a todo se les ha dado un nombre y se las ha agrupado según semejanzas ostensibles.

  Tal vez existen inquietudes intelectuales “gratuitas” innatas del ser humano que son las que acaban llevando, casi accidentalmente, al desarrollo económico. Inquietudes de tipo social e incluso de tipo intelectual (“curiosidad”, “deseo de saber”, “espiritualidad”).

  Nos queda la sugerencia de que el alcance de nuevas capacidades mentales nos abra más puertas en el avance tecnológico. Pero si el origen de estas capacidades parece encontrarse en la inteligencia social, entonces la autoconsciencia, que es consecuencia directa del desarrollo de esta inteligencia social, habría de preceder siempre al desarrollo tecnológico. Y no parece que hayamos llegado aún al límite de nuestra autoconsciencia.

Es muy probable que una gran parte de nuestra actividad mental permanezca aún cerrada para nosotros en nuestra mente inconsciente

  Pensemos en cosas tan “prácticas” y empíricas como las “tecnounidades”, el coeficiente intelectual y los “órdenes de intencionalidad” que aparecen gradualmente en el ser humano primitivo y cuya gradación puede cuantificarse tan fácilmente.

«Tecnounidades» (…) es simplemente un componente individual de un útil, sin considerar la materia prima de que está compuesto ni cómo se utiliza. Por ejemplo, la azada que utiliza, digamos, un campesino, que incluye una empuñadura, una hoja y un enmangue, poseería tres tecnounidades, mientras que el conjunto de robots informatizados que operan en un coche moderno tiene tal vez tres millones de tecnounidades.

  La tecnología que maneja un chimpancé, sin embargo, no pasa de una sola “tecnounidad”: un palo o una piedra

«Órdenes de intencionalidad» es un término que introdujo el filósofo Daniel Dennett para ayudarnos a analizar el funcionamiento de la inteligencia social. Si creo que tú sabes algo, entonces puedo arreglármelas con un «orden de intencionalidad». Si creo que tú crees que yo sé algo, entonces puedo manejar dos órdenes de intencionalidad. Si yo creo que tú crees que mi mujer cree que yo sé algo, significa que puedo incorporar tres órdenes de intencionalidad. (…) Parece que nuestro límite serían cinco órdenes de intencionalidad. (…) En las mejores condiciones posibles, los chimpancés podrían manejar tan sólo dos órdenes de intencionalidad.

  ¿Y si un ser humano futuro (resultado de la tecnología aplicada a la genética o a la inteligencia artificial) pudiera manejar diez o veinte órdenes de intencionalidad y diseñar herramientas con billones de tecnounidades, así como alcanzar puntuaciones mucho más altas en los test de inteligencia?

  Si podemos cuantificar determinadas capacidades intelectuales (cociente intelectual, tecnounidades, órdenes de intencionalidad) y relacionarlas con nuestra vivencia autoconsciente, eso podría implicar que tales mejoras supondrían un cambio también en ese sentido íntimo.

  El individuo capaz de llevar a cabo semejantes hazañas intelectuales, ¿poseería una autoconsciencia más sutil y profunda que la nuestra? ¿Sería “más humano” que nosotros?